
25/04/20
El Confinauta desconfía. El Confinauta sabe que tiene que desconfiar. Permanentemente. Sabe que eso que todavía no aparece lo hará en cualquier parte, de cualquier manera, intempestiva pero no inesperadamente. Porque El Confinauta espera. Espera pero sin esperanza, con experanza. Sabe que no puede confiar en el gobierno, en los expertos, en los médicos, en los periódicos. No puede fiarse de Internet aunque pasa el día en twitter, en Facebook, scroleando noticias que le llegan a través del algoritmo de Google, noticias que pasan, incesantes, de abajo arriba, como se desenrolla el papel higiénico.
El Confinauta vigila.
El Confinauta sale a la calle e, inmediatamente, se convierte en un espía del MI6, en un encuestador del CIS, en un epidemiólogo, un salubrista, un periodista, mejor, un reportero. El Confinauta no toma notas pero hace fotos que luego colgará pronto en Instagram o Flickr o Tumblr o tal vez Nevr, tal vez solo las disfrute en la oscuridad de su confinamiento, y que demuestran (que ilustran) que el infierno son los demás. Que nadie tiene ni idea. Que fíjate, las mascarillas, los guantes, los envases, las distancias, las aceras, los perros, los niños, los parques, los tomates, los extranjeros.
Aunque, también, El Confinauta tiene miedo.
El Confinauta no calibra los números, no calcula del todo bien. En su salvaje heurística, con su respuesta combinada y confinada de altas dosis de adrenalina y cerveza y tertulias en la Sexta, grita a la pantalla, sale al balcón, golpea cacerolas y aplaude con el ritmo lento y la violencia suficiente como para matar un crustáceo o para abrir una nuez, con cada palmotada. Pero grita y golpea y aplaude fuerte porque tiene miedo. Se le ha metido dentro, el miedo. Un miedo que se reproduce, se replica en el núcleo de sus células, hace copias de sí mismo e infecta a otros. Un miedo que corre por los grupos de whatsapp, por los comentarios sin filtrar —sin filtrar como el humo de los puros de los aficionados a ir al fútbol a insultar, sin filtrar, infiltrados que gritan sin filtrarse—, que corre, decía, por los comentarios de los periódicos digitales, por las conversaciones a pleno pulmón, en el móvil, desde el balcón. Un miedo desbocado, al galope.
Porque El Confinauta se teme lo peor.
El Confinauta teme morir por culpa de alguien, por culpa de algo, porque, si no, de qué, de qué se iba a morir.
Mientras, animado por ese mismo miedo, El Confinauta rebusca.
El Confinauta revuelve cajones, cajones virtuales. Busca entre los chats y las noticias y los titulares como quien busca en un vertedero, por pura supervivencia. El Confinauta, carne de clickbait, revuelve bytes a ver qué encuentra, algo que le reafirme más, que le dé la certeza de que, como siempre, está y ha estado en lo cierto. Colecciona hechos (virtuales) para sus continuos yalodecíayos, sus oslodijes. Atesora sus pequeños triunfos de Confinauta («Véis, ya os decía yo que pasaríamos de veinte mil. ¡¡Veinte mil!!» —el Confinauta, solo e hiperyoico, piensa con muchos signos de admiración pero con pocos interrogantes—). Porque, El Confinauta, en su acontecer histérico (sic, y gracias, F) es un individuo, en realidad, ahistórico. Es un mojón, una señal inamovible, anclada en el camino que transitan los demás.
Usted está aquí, nos dice, el Confinauta. Nuestro movimiento es relativo a su inmovilidad, su tesón como señal de tráfico, perfectamente dibujada e ignorante del tráfico.
El Confinauta, en estos días, desconfía del desconfinamiento. Como ese animal, como un animal, decíamos, ahistórico —no prehistórico— tan agresivo como tímido que apenas asoma el hocico de la cueva. Espera, paciente, a que los demás se lancen, se exhiban con su aroma de presa flotando en la brisa del aire libre —aire libre pero peligroso, libre pero insensato— para contarlos, de nuevo (El Confinauta lleva una estricta contabilidad) como víctimas o como casi víctimas o como ingenuos ignorantes confiados desconfinados que solo se han librado por esta vez de milagro. De milagro.
Porque El Confinauta cree en los milagros, pero en milagros inversos, milagros en los que Lázaro no resucita y los leprosos no se curan, de milagro. El Confinauta sabe que, si (quizá) ahora no, habrá otra vez. Las veces son así: inexorables.
El Confinauta disfruta de su vida en cuarentena vs la vida, posponiendo su Apocalipsis —su Apocalipsis privado— mientras disfruta en secreto a voces del Apocalipsis público.
El Confinauta ya te lo decía, pero no lo querías oír. Ya te lo advertía, desde el principio de los Tiempos, de sus tiempos, en su eternidad de Confinauta. Porque El Confinauta ve la distopía en lo inmediato, cada minuto (y los minutos se le hacen eternos).
El Confinauta os daría más detalles, pero no quiere aburriros (más), porque os queda poco tiempo, porque la eternidad se va quedando corta, cada vez más corta, la eternidad, hoy en día.
El Confinauta piensa, piensa así, haciendo un cuidadoso inventario de las pérdidas por venir en su —en nuestro— porvenir.
Ya.