Terraza. Exterior noche. Cena familiar que incluye a mi esposa, mi sobrino (10 años), mi hija (23) y una amiga de ésta (también 23: se conocen desde el colegio). Mi sobrino juega cedido mientras sus padres descansan el fin de semana a dos horas de coche de esta cena ligera, ya en modo verano y que supone más fruta que proteína, más líquido que sólido. Comemos y hablamos protegidos de los mosquitos por dispositivos de diferentes modos de acción: sprays, espirales de humo, incluso pegatinas en la piel (calcomanías, ahora llamadas tatus) impregnadas con citronella de liberación retard. Además de la cena, disfrutamos de conversaciones superficiales, suaves como esa brisa que creemos notar.
Hablamos de perros, de caballos, de plantas, de proyectos personales y de veganismo. Alguien plantea incluso –no soy yo esta vez– si las personas veganas pueden/deben matar mosquitos. Alguien dijo que la ideología sobre la comida es, también, quizá ahora más, una religión, incluso una época. Yo no lo digo esta vez, tampoco.
Mi sobrino comenta algo sobre las estrellas. Desde la terraza, lejos de la ciudad en llamas, se pueden ver bastantes estrellas, sobre todo las del Sur. Yo apunto, ahora sí entro, muy seguro de mí mismo, con esa especie de cuñadismo 2.0 del adulto que educa al sobrino, que esa estrella que brilla intermitente por encima de las copas de los pinos tiene un color diferente ¿lo ves? ¿ves que no es blanca-blanca? “Naranja” dice la amiga de mi hija. “Exacto”, respondo, con la sonrisa del actor al que le dan la entrada correcta para su monólogo-estrella (literal, en este caso). Y les cuento, adornándolo de múltiples detalles, que, efectivamente, no es una estrella, es un planeta, concretamente Marte, el planeta rojo, de ahí el tono, no todo lo que hay en el cielo nocturno son estrellas, sobrino, ya tu sabes, planetas, insisto, y eso otro, que se mueve tan rápido por encima de nuestras cabezas, un satélite, cuál, ni idea, un satélite, chaval, no llego a tanto.
La amiga de mi hija duda un momento, pero finalmente interviene. Con el aplomo de una astrónoma amateur de la generación Z sostiene que no, que eso no es Marte, porque (1) los planetas no parpadean –“titilan”, añado yo, aún henchido de cuñadismo y sin darme cuenta de que mi anécdota empieza a hacer aguas en mitad de la galaxia– y (2) Marte no está en esa posición sino mucho más al Este. En un segundo, apoyando el argumento, abre una aplicación en su móvil y lo comprobamos. Efectivamente: lo que yo había señalado como Marte era en realidad, es decir, es, una estrella anaranjada llamada Gamma Aquilae o Tarazed, de una magnitud aparente de 2.7, la segunda más brillante de la constelación del Águila, etcpedia. Marte –el planeta– está, aunque no lo podemos ver, hacia allí, como detrás de esas casas. Eso dice mientras desplaza el teléfono como un pequeño telescopio y lee la información que le proporciona la aplicación. En unos segundos añade, además, una búsqueda rápida en Google que desarrolla el al parecer sobradamente conocido hecho de por qué las estrellas parpadean y los planetas no lo hacen. “Si quieres la explicación completa está aquí”, añade, señalando un link o dos más.
Balbuceo algo con lo que reconozco ante todos mi confusión, el error en la información y mi exceso de confianza astronómica, que excuso en la certeza de haber utilizado una aplicación similar en el pasado con la que identifiqué Marte –o quizá era Júpiter, ya no recuerdo bien: la noche (estrellada) me confunde– en esa posición. Es incluso posible que fuera en otra hora o en otra época del año y las órbitas ya se sabe, son elípticas y tal. Sí, es posible, creo que dice alguien o quizá no. Nadie va a dudar de la exactitud enciclopédica de Google y, menos aún, de una aplicación ad-hoc. Mientras tanto, seguimos viendo a las estrellas parpadear y quedamos en silencio durante unos segundos que me parecen años-luz.
Ya, después, en la cama, pienso en todas las noches, todos estos años, que llevo admirando el milagro del Universo, la armonía de la bóveda celeste, la coreografía de las estrellas, constelaciones y planetas, mientras miraba un planeta Marte que no lo era, todo este tiempo de reflexiones inspiradas en algo perfectamente equivocado.
O quizá no. Quizá las estrellas sean como quieras tú mirarlas, como quieras nombrarlas.
A pesar de ellas mismas y precisamente.
Y creo que me consuelo algo mientras mi sobrino, mi esposa, mi hija, ya saben que no. Que no soy (no seré nunca) nada fiable.