#zen/seny

Este verano L. y yo nos leíamos, alternativamente y tumbados en la playa junto al faro, capítulos de «Dioses y héroes de la antigua Grecia» de Robert Graves. Los dioses son siempre bienvenidos junto al sonido suave de las olas del Mediterráneo, rodeados de gente de todas, de cualquier parte (y cada cual que llegue a su Ítaca, a la que desee, en su momento). Como otras veces ocurre con nuestros grandes planes, no pasamos de los primeros capítulos, creo que era «La hija perdida de Deméter» y ya, a estas alturas, he vuelto a confundir de nuevo –me pasa siempre– a todos los dioses y a todos los héroes (griegos y no griegos). Lo podríamos llamar «efecto salsa tártara» (por El Tártaro, claro, perdón por el chiste malo), pero debe ser más cosa del Alzheimer o, simplemente, de la edad y/o mi desmemoria crónica. Ahora, en Octubre, acabamos de ver «Los Durrell», la serie sobre la estancia en Corfú de esa familia tan bien (tan entomológicamente) retratada por Gerald, el menor de los hermanos. Grecia, otra vez. 

 Casi simultáneamente vuelvo a leer «Filosofía del budismo Zen» de Byung-Chul Han: «La substancia (lat. Substantia, griego, hypokeimenon, ousia) es el concepto del pensamiento occidental. […] Es inherente a la substancia, entonces, la actividad de sostener y persistir. Hypostasis significa, además «base» o «esencia», «mantenerse» y «perseverancia»». Filosofía occidental, substancia, en contraste con sûnyatâ (vacuidad) Zen. Grecia, otra vez. 

Ahora veo la tele. Ondean banderas y estereotipos. Ascienden y caen repúblicas ¿À la Sísifo? Hablan, continuamente, de lo insubstancial. Llenan minutos de televisión de momentos (otra vez) históricos ¿O es vacuidad en prime-time?

Quizá me esté haciendo un lío zen/seny. O sea un momento de iluminación –satori–, pero de baja energía, algo cutre, ¿LED?: Quizá haga falta hablar menos, leer y escuchar más. 

Y reír, reírse. Como los Durrell en su pequeña república de Corfú.

#satélite

Paseo de sábado por Alcalá de Henares. Mi hija R se ha instalado esta misma mañana en su residencia universitaria. Ya hace un año que su hermano J vive en un colegio mayor, a media hora de aquí, en Madrid. R me cuenta cosas de novatos y veteranos. J corrobora, detalla, amplía. Historias tan antiguas, algunas tan rancias, como la Universidad, una caja de cuero viejo y rígido rellena de gente tan joven, pienso. La mañana es clara y algo fría ya. Los edificios que nos rodean, llenos de pompa y circunstancia pero sabiéndose, en el fondo, manchegos, están rotulados con una tipografía característica de un color entre teja y sangre. De los nombres que leo en cada fachada imagino historias: Luisa de Belén, la hermana de Cervantes, escribiendo desde su convento cartas a Miguel y corrigiendo y reprendiéndole por algunos capítulos de esa novela de caballerías tan extraña que él le ha hecho llegar, apenas bosquejada; Manolito Azaña jugando en la calle Imagen a la pelota, aunque siempre fue malo en los deportes y corto de vista (objeto de bullying, avant la lettre, seguro); los pacientes del cirujano Rodrigo de Cervantes, padre de Miguel, gritando la despedida de la muela podrida mientras el licenciado Juan, su abuelo, ordena los escritos y hace las cuentas (otra vez las dueñas le hicieron sisas en el mercado de Jueves Santo). Las historias –siempre llegan sin querer– me entretienen el paseo y me alivian el fin de semana que tiene algo parecido a lo contrario de una huida. Como quizá Cervantes, Miguel, huyendo hacia adentro y creando a la vez un personaje inmortal y excesivo que, en cambio, huía hacia afuera.
El domingo nos despedimos: R se queda, llena de energía, de expectativas, de medias sonrisas. J le da un abrazo y los últimos consejos de hermano mayor antes de coger el cercanías. Nosotros nos vamos, regresamos a un lugar que tampoco es del todo nuestro. Empieza el otoño y pronto lo llenará todo con esa luz clara y vagamente cruel.
El coche, pese a ser tan viejo, arranca con una precisión quirúrgica, implacable; el GPS, hacia casa: aunque será otra casa, ahora, en las mismas coordenadas. Me entran unas ganas enormes de ponerme en órbita en la M40, de ser yo el satélite, un satélite con forma de Opel Zafira,  alrededor de Madrid, ridículo e inútil, observando, tomando notas, inventándolos, otra vez.

 

#shazam

He acabado ya el café con hielo que he pedido como excusa para sentarme un rato en el interior de la cafetería y leer o escribir un poco mientras espero que L. termine su visita al dentista. Suena la típica canción –actual– saturada de autotunes y ritmo latino. No sé quién la canta. Podría abrir shazam pero (1) ¿para qué? y (2) quedaría grabado a fuego –de electrones– en mi perfil social: luego Papá Big Data me bombardeará con canciones similares, al menos tan malas como ésta, con entradas para sus conciertos, con «si te gusta X te gustará Y». Algún periodista musical que admiro me afeará la conducta, mi falta de sensibilidad, y mencionará –siempre lo hace– «Música de Mierda» de Carl Wilson. Hay que esconderse, pienso, pasar desapercibido, no ceder a la tentación de tratar de averiguar algo sobre esta canción o mencionarla en un tuit o un post. Que no se sepa ni siquiera que huyo de ella. La cosa está fea en las redes ¿sociales?

La siguiente canción es peor aún: miro al camarero y sé que es su playlist como sé que su tatuaje es su tatuaje. Sonrío mientras le pago el café y abandono la cafetería disimulando, aunque no sé exactamente qué disimulo. Creo que se ha dado cuenta de que escribo –de que escribo a mano–.

#malostiempos, tuiteo en el móvil. Supongo que creerán que hablo de política.

No hay bancos, en la calle, para sentarse.

#amnistía

La vida es lo que sucede entre vacaciones, pienso, mientras paseo por el monte. Mi perro olfatea pistas cuyo significado se me escapa –y deben ser muchas o muy interesantes–. Es un monte humanizado, al menos la zona por donde yo suelo caminar. «Humanizado» en el sentido de «paisaje humanizado»: sendas amplias, árboles de repoblación –pinos siglo XX, un clásico en nuestros montes con vocación de incendio–, señalización, vallas y barandillas donde alguien lo creyó necesario, ausencia de animales salvo algunos escasos pájaros (tórtolas, sobre todo) y, por supuesto, un bar –un buen bar– al principio/final de la caminata. Mucha gente, ésta y tantas otras mañanas de domingo, expurga sus cuerpos de los pecados alcohólico-calóricos del viernes y/o el sábado anterior. Este año se llevan las camisetas fosforescentes de deporte –ellas– y la ginecomastia cervecera –ellos–. Por los auriculares suena Nick Cave y, no tan lejos, en la ciudad, en el valle, todo el mundo cree que sabe quién es el enemigo. Mi perro parece seguir buscando un determinado olor que nunca encuentra, un mensaje que debería llegarle en forma química, algún día. La cuneta del camino es su bandeja de entrada. La vida de un perro es lo que sucede entre paseos, pienso. O quizá sea al revés. Nick Cave deja de sonar de repente y me entra una llamada donde una chica me pide más dinero para Amnistía Internacional. Me entran dudas, tantas dudas.