Volver al cliché. Del cliché, precisamente, uno nunca se ha ido: el cliché, el lugar común. El cliché de que uno no se baña nunca en el mismo río. Heráclito y eso y tal.
Volver a bañarse en el Mar Menor. Algún día. Como aquellos veranos hace doce o quince años: el agua translúcida, los peces entre los dedos de los pies, jugando, con los niños, con los abuelos. El sol brillando en su piel mojada, pequeños Sorollas portátiles. Otro cliché: ya había redes por el excesivo número de medusas, ya nos picaba la piel, ya se denunciaba (algunos) el futuro que ahora nos ha estallado, con olor a pescado podrido, en las narices. Ya se veía, de puro turbio, venir. Pero los recuerdos, necesariamente, nos engañan. Por cortesía, quizá.
Mi padre ahora apenas puede ya andar. Hace doce, quince años, llevaba a mis hijos a la espalda, saltaban al agua desde sus hombros. Él está ya muy mayor y el Mar Menor está ya muerto. Mis hijos estudian en otra ciudad, una ciudad sin mar, casi sin aire, y, cuando vuelven, no se les ocurre volver allí donde fueron tan felices. Porque allí los peces ya no juegan, boquean en la orilla en suaves olas de muerte, perfectamente malolientes, como un insulto, como un escupitajo. Mis hijos y sus amigos lo han visto en los periódicos, en la televisión, en sus móviles. Nos falta inteligencia pero no nos faltan fotos. Se preguntan qué pasa, qué ha pasado, cómo ha podido pasar, qué más va a pasar, cuándo.
Alguien se (nos) ha respirado el oxígeno, vamos estrangulándolo todo, exprimiéndolo todo, vendiéndolo todo, comprándolo todo. Ahora tenemos un mar verde-sopa, un mar zombie, un algo que fue un mar sitiado, rodeado de estupidez, de imprudencia, de excesos, un mar que ya no nos puede ni ver, que ya no disfruta con nosotros, que no sabe ya qué hacer para quitársenos de encima, de adentro. Tenemos un magnífico vertedero surcado por motos de agua, con las estelas verdes, espesas, que dejan los veleros (a motor) de los empresarios de la lechuga (industrial), de reyes del melón (dopado), de emperadores del tomate (insípido). Hemos hecho una barrera mal alineada de edificios horteras, colmenas de gente en chanclas brillando de filtro solar en lo que era un paraíso estrecho y elegante rizado de dunas, otro centro comercial, otro lugar igual a cualquier otro lugar por donde ya no se puede ni pasear, donde solo queda un atasco continuo que huele a diesel y a alcohol de garrafón. En la otra orilla hemos sustituido ramblas por oleoductos de nitratos, orillas por asfalto, praderas de algas por desierto. Más desierto, también bajo el agua muerta. Un éxito, pero en latín. Y, como niños que se portan mal, como niños mentirosos, le hemos echado la culpa a otro. A la tormenta. Mala, tormenta, mala. Fíjate lo que has hecho. Lo has echado todo a perder. Nos has roto el juguete. El juguete que tratábamos a golpes, que nunca cuidamos, ese juguete tan frágil, tan delicado, ese que nos habían dejado en herencia, de tantos años, tantas generaciones hasta que llegamos esta panda de baby-boomers malcriados. La Generación M. M de…
Volver al Mar Menor. Pero antes habrá que volver, mañana, a la calle, en Cartagena, a una calle que, de tanto pisarla para que nada cambie, empieza a oler a amortizada, a empresa en vías de cierre, de cierre por defunción.
Pero hay que volver a la calle, volver para gritar, al menos “¿Y mañana? ¿Mañana qué hacemos? ¿Qué dejamos de hacer?”.
Volver, porque uno no se puede bañar dos veces en la misma mierda.