Citrus reticulata

Foto: Wikipedia

Paseo por los alrededores de nuestra casa (nuestra casa temporal como son todas las casas). La primavera es gris y llueve durante semanas pero los estirados naranjos amargos han florecido, inmunes a la grisura, en los alcorques, amenazados por aceras, asfaltos, ciudadanos de distinto pelaje y animalidad y mobiliario urbano, pero generosos en flores blancas de azahar. Su aroma pegajoso y único se extiende por las calles. Compite con el humo del diesel —y gana, a veces—.

Si tuviera que identificar un aroma con mi infancia —sé que nadie me ha preguntado ¿a qué esperáis?— sería el del azahar. En mis primeros recuerdos me veo —en super 8 y kodachrome, no sé si podéis verlo— jugar en un campo de clementinas (clementina nulera, clemenules, la mejor de las clementinas) entre la sesión matutina del cole y la de la tarde. Los clementinos estaban injertados sobre pie ¿o con esquejes? resistentes a la tristeza, eso decía mi padre y yo tenía esa edad donde toda la información relevante viene de los padres. La tristeza era —eso suponía yo en mi imaginación— una enfermedad insuperable para los cítricos. Y para las personas, claro, pero eso lo supe más tarde y es otra historia.

Inicialmente aquel huerto producía naranjas de sangre —sanguinelli, dice otra vez mi padre, que no deja de decir cosas en mis recuerdos—, esas naranjas con zumo de color de fresa, dulce y ácido, inigualable. Pero la sanguinelli no se vendía y mi padres, que habían hecho esa inversión en el pequeño huerto de cítricos para sacar un extra que nos diera una vida aún mejor de la que llevábamos, lo transformaron en un huerto de clementinas: fáciles de pelar, dulces como un beso, sin semillas, perfectas para vender y exportar a Alemania o a Inglaterra. Comer una de esas clementinas directamente del árbol, frescas, impregnadas aún del rocío de la mañana me producía entonces un placer que solo puede compararse con mi decepción cada vez que, ahora, encuentro algo similar ––similar es la palabra clave de la decepción–– en el supermercado. A veces encontrábamos también alguna sanguinelli que surgía en secreto, de alguna rama oculta, como una agente de la resistencia francesa ante el fascismo clementínico y nos bebíamos su zumo después de masajearla convenientemente durante un buen rato hasta que se ablandaba: luego le hacíamos un agujero a la piel, con el dedo, y el líquido fluía rojo y refrescante como nunca antes, como nunca después.

Pero antes del fruto, antes de todas esas frutas del paraíso, estaban las flores. Durante semanas, al comienzo de la primavera, los niños (hermanos, amigos del cole, hijos de parejas amigas de las de mis padres) jugábamos bajo aquel jardín de árboles bajitos llenos de flores blancas y que mareaba de tanto perfume. Bajo esos árboles éramos indios y vaqueros —teníamos, por supuesto, un tipi—, perseguíamos a los mirlos y capturábamos a las lagartijas que se quedaban demasiado quietas tomando el sol en los muros. En las mejores ocasiones nos dejaban jugar y mojarnos con el agua que corría transparente y abundante desde las acequias, cuando regaban a manta, o subirnos en el mulo que rastrillaba el campo, o acariciar al podenco que acompañaba siempre al carro del agricultor o merendar los nísperos que robábamos del huerto vecino.

En las mejores ocasiones que, entonces, eran todo el tiempo.

Ahora el olor del azahar invade la ciudad, estaba diciendo/sintiendo. No durará demasiado. Como el huerto aquel, que se vendió justo antes que se derrumbara el precio de las naranjas.

Como aquel huerto, resistente a la tristeza.

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