
Hace unos ocho años plantamos un ciruelo (prunus domestica) en medio del jardín. Hicimos una herida en el césped de plástico, un pequeño hoyo y colocamos el cepellón con el minúsculo ciruelo que habíamos comprado en el vivero. Yo me había empeñado en que quería tener un árbol que marcara las estaciones con una precisión y belleza —digamos— japonesa. Un almendro, un cerezo o un ciruelo, que fue el finalmente escogido. Frente al jardín, en las riberas de lo que ya es monte y pinar, unos granados (punica granatum) ya ejercían esta función cronológica con su puntual caducidad y exuberancia —digamos— fenicia. Los granados tienen una hoja de un verde intenso y brillante y unas flores espectaculares, de un rojo carmín atractivo como —digamos— el rojo carmín. Otro día podríamos hablar de los granados, pero hoy toca el ciruelo, ese que acabábamos de plantar, hace unos ocho años.
La cuestión es que el ciruelo pasó por su primera primavera dando algunas hojas escasas en sus ramitas enclenques de árbol preadolescente y sin ninguna flor. Las ramas crecieron, el tronco engordó algo y alcanzó más altura. Cuando llegó el otoño y cayeron las hojas, ásperas y pardas, decidimos no podarlo para no menguar su escaso crecimiento. La siguiente primavera transcurrió de forma similar: hojas, esta vez en más número, de mayor tamaño. Pero ninguna flor. Por tanto, ninguna ciruela esperable en el verano. Una vez más, tuvimos paciencia y esperamos que el arbolito hiciera sus cosas que hagan los arbolitos cuando cumplen sus ciclos estacionales. Esperamos que madurara su fisiología o que el tiempo, la temperatura, la humedad, la luz le fueran más favorables. Esperamos. Que algo sucediera, sin forzar.
Al año siguiente, de una yemas al principio casi invisibles que se repartían rítmicamente por las ramas del pruno brotaron unas flores que parecían —eran— un milagro de delicadeza. Unos pétalos frágiles como papel de fumar y esos estambres amarillos que explotaban como las carcasas de los fuegos artificiales. No fueron muchas las flores y escasos los frutos. Apenas recogimos, ese verano, media docena de ciruelas, verdes y dulces a la vez, las que les robamos a los mirlos que ya habían cosechado previamente por su cuenta.
Pasó un invierno corto y muy frío y la primavera siguiente esperábamos el mismo y puntual milagro. Pero otra vez nada. No hubo flores. Como si el árbol nos echara en cara algún tipo de falta de atención o de mimo que no sabíamos interpretar. Quizá demasiado o poco riego. Falta de abono o falta de luz provocada por la sombra que da el pinar cercano. Nadie sabía. Bueno, nuestra vecina —profesora de botánica, recuerdo— sí sabía. “Es vecero, el árbol, seguramente”, dijo con su catedrática seguridad. Nosotros asentimos como un paciente ante un diagnóstico que no comprende bien. “Algunos árboles son así, florecen cada dos o tres años. Parece algo caprichoso, pero es su forma de interpretar el clima, sus necesidades o la oportunidad de reproducirse. Veceros, se les llama. O vecería, así en general, a la característica”.
El próximo fin de semana pasaré por casa y podremos ver el árbol, después de habernos alejado por un tiempo de la casa. No sé si tendrá o no flores. Pero sí sé que yo quería un árbol que señalara las estaciones y el árbol decidió señalarme a mí.
Y contarme algo.