Los virus

[En Julio 2018 dejé de escribir —es lo mío, ser un escritor Bartleby de los que describe Vila-Matas— un ensayito que se llamaba “Breve Historia de lo Breve”. Uno de sus capítulos se titulaba “Los virus”. Lo transcribo aquí porque me lo acabo de reencontrar navegando entre archivos y por su indudable interés histórico y cierto humor negro o, más bien, naive que ha adquirido con el paso de este último año].

La primera vez que me los presentaron adecuadamente, creo que en la Universidad, me di cuenta de todo su potencial. Son pequeños, extraordinariamente eficientes y están vivos. Aunque quizá de esto último pudiera haber alguna duda. No vamos, sin embargo, a entrar en la discusión de qué significa estar vivo. O sí, pero entre líneas.

Un virus es algo muy pequeño. Miden entre 30 y 300 nanómetros (10^-9 m), lo que significa que son unas 100 veces menores que una bacteria o 1000 veces más enanos que un glóbulo rojo.  Para los que no dispongan ahora mismo de un microscopio, pongamos que son de un tamaño unas 10.000 veces menor que el punto y seguido que sigue.  Sí, ése que acaban de pasar. La mayoría de la gente los confunde con otros microorganismos como las bacterias y dice cosas que repugnan a los expertos tales como «virus resistentes a antibióticos». Pero los antibióticos no tienen nada que hacer contra esa máquina perfectamente ensamblada que es un virus.

Los virus, en su ambiciosa pequeñez, han acortado incluso su nombre. Inicialmente denominados virus filtrables (lo que significaría algo así como «veneno que es capaz de traspasar un filtro») por un científico – el botánico holandés Martinus Willem Beijerin , en 1898 al repetir la experiencia seis años previa de Dimitri Yosífovich Ivanovski– que, mientras investigaba la enfermedad del mosaico del tabaco, vio que el agente patógeno que debería encontrarse en el líquido obtenido a partir de las hojas de la planta enferma no era retenido por un filtro que hubiera atrapado cualquier bacteria. Así, mientras España perdía Cuba (o viceversa) y se hacía infinitamente más pequeña para siempre en la Historia, un holandés descubría un nuevo mundo plagado de miles de especies muy pequeñas. Suele pasarnos.

Si un virus está vivo —lo que parece bastante probable en la definición que le hemos dado a la vida— es porque son la propia vida en esencia: se reproducen e interactúan con el medio y a un coste cero para ellos (carecen de metabolismo propio). Parasitan células altisonantemente complejas y pedantemente eucariotas o procariotas utilizando los mecanismos reproductivos de éstas en beneficio propio. Todo eso apenas con un fragmento de ácido nucleico y una membrana proteica, lo que, en términos biológicos se puede traducir por «sin hacer apenas gasto». Mi madre estaría encantada. 

Los virus suponen un prodigio tal de simplicidad que nos impide, paradójicamente, comprenderlos lo suficiente. Mientras ellos se reproducen, nosotros moqueamos, nos sube la fiebre, nuestros músculos se debilitan y aletargan, nuestros linfocitos mueren, sangramos, nos inflamamos; a veces morimos, gracias a ellos. 

Tomando, suponemos, ejemplo de estos mínimos y eficaces seres, en 1972 se produjo el primer ataque de un (no pudo ser denominado de otra forma) virus informático a una computadora IBM. Un breve programa informático fue capaz de reproducir incesantemente la frase «I am a creeper… catch me if you can» en la pantalla del ordenador afecto. Para tanto esfuerzo, la frase no parecía especialmente brillante. Tampoco sabemos si el exitoso tema «Creep» del grupo británico Radiohead en los 80 está o no inspirado en esta historia.

Porque, al final, los virus, como algunas frases, lo infectan todo.  

Un año ya. Un año todavía.

Hace hoy un año nos (en)cerraban. Todos nos adaptábamos a lo nuevo: nuevos usos, precauciones, normas (y multas, también). Un giro argumental de tono medieval, absolutamente inverosímil —qué gilipollas el guionista, esto no hay quien se lo trague— cuando el futuro estaba, una vez más, a la vuelta de la esquina.

Los hospitales, los centros de salud, dejaban de serlo, arrastrados por un tsunami que algunos llamaban ola. Algunos dejaban de operar lo que hasta hace nada parecía urgente y hacían protocolos para el hospital por si se operaba algo urgente y, a la vez, contaminado porque ya todo estaba contaminado: todo era contagio y asfixia y miedo. Muchos, como si le importara a alguien, escribíamos un diario de la pandemia, más o menos desestructurado, más o menos personal y, por supuesto, falso, como son los diarios, los poemas, la publicidad, los discursos y otras formas de ficción narcisista venidas a más.

Pero ahora es ahora, como siempre: ahora es ya porque ya hace un año, pero todavía –todavía– no hemos salido de esta. Porque esta nos ha dejado, nos está dejando, mal parados.

Nos está dejando mal y en mal lugar.

En mal lugar porque no hemos sabido proteger lo esencial, no hemos sabido qué era, en realidad. No hemos sabido identificar y cuidar los puntos débiles, lo frágil, lo crítico, lo fundamental. Años de discurso sobre vulnerabilidad y cuidados y todos, de repente, asustados como un rebaño en busca de inmunidad, buscábamos a alguien —fuerte, poderoso, decidido— que viniera y lo arreglara todo, alguien al mando, con su metavisión, sus superpoderes, experto en algo de lo que no hay experiencia, capaz por encima de todos y todas, un Superman blindado incluso ante la kryptonita. Un líder total. Porque no nos merecemos menos que no nos pase nunca nada, ultrapoderosos por delegación.

Hoy hace un año que nadie iba a quedar atrás y da miedo mirar hacia atrás, ahora. A esa multitud.

Entre toda esa gente que ha quedado atrás están nuestros hijos cuyos trabajos, cuyos proyectos —¿qué hay más esencial que un proyecto si tienes veinte años?— han quedado aparcados, pospuestos, deteriorados, tocados y hundidos, quizá. Jóvenes señalados, perseguidos, multados, ilegalizados, tan irresponsables siempre los jóvenes (sin trabajo, sin clase, sin alternativa salvo la habitación y el móvil, en el mejor de los casos, sin resignarse estoicamente al carpe diem de la marmota).

Y están nuestros padres, detrás de los cristales donde los colocamos hace ya tanto tiempo, como figuras de cerámica, como piezas de museo, arrugadas y arrumbadas, muriendo o viendo morir en vitrinas que no los han protegido de nuestra ignorancia y nuestra inoperancia. Viejos irresponsables que no han sabido gestionar una vejez sana y sin demencia y sin dependencia y sin soledad, una vejez como esa que sale en los anuncios de los bancos y de los seguros de salud. Seguros de salud, esa expresión.

Y están nuestros vecinos que tuvieron que cerrar, que fueron despedidos, que tuvieron que suplicar una subvención, una ayuda —¿una ayuda? ¿pero a quién pertenece el Estado sino a ellos?— que tardó en llegar si es que llegó, siempre corta, insuficiente, rácana, porque aquí no repartimos, aquí solo respetamos al que, por sus méritos los conoceréis, se ha blindado una buena cuenta corriente, a salvo de IRPFs y solidaridades mal entendidas.

Y están las colas de los comedores sociales, donde nadie queda atrás porque todos lo están.

Y están, aún más atrás, los de siempre, los de esos países sin nombre pero siempre en guerra, en derrumbe, exportando familias con bebés cruzando desiertos y mares donde rescatarlos es de una generosidad intolerable porque aquí no cabe todo el mundo; están los refugiados sin refugio, abandonados en las escolleras de los puertos, los inmigrantes que recogen nuestra comida malviviendo en campamentos que, ocasionalmente, se incendian, suplicando papeles que no les vamos a dar, porque aquí no se queda nadie atrás y tú no eres nadie.

Están los que se van a vacunar los últimos porque las vacunas son primero para nosotros.

Están las mujeres que  se han cargado a la espalda todo lo que había que cargar: casas, familias, educación, cuidados.

Están todos los que nos han entretenido al otro lado de las pantallas, cantando, bailando, actuando, escribiendo, tirando de ahorrillos y de ingenio, juglares montados a lomo de ese streaming que nos cobran a precio de oro las telecos: pero están ahí porque quieren, esos artistas, siempre tan bohemios, en su simpática y eterna precariedad.

Y están todos esos pacientes al otro lado de otra frontera cuyos países no tienen suficiente espacio en los hospitales, no tienen oxígeno o mascarillas o ventiladores, y nosotros sí, aunque de milagro, pero no, no podemos colaborar, estamos demasiado ocupados escribiendo otro protocolo más, un artículo muy importante, una (otra) crónica (imprescindible) de la debacle, un decreto ley, un diario de la peste donde nada ni nadie iba a quedar atrás (salvo que estés en otro hemisferio o en otro barrio o en otra ciudad o en otro sexo o en otra generación o hables otro idioma o no tengas papeles o…).

Hoy hace un año que empezamos a equivocarnos y a mentirnos, y hasta ahora.

Hoy hace un año que nos ha servido de espejo aunque da miedo mirarse.

Hoy hace un año en que un día los pájaros y el aire parecieron revivir, porque el monstruo se había quedado en casa y su coche en el garaje o en la calle, cogiendo polvo, por fin.

Hoy hace un año que nos aplaudimos a nosotros mismos por nada, por tan poco, quizá por no desanimarnos en medio de tanta impotencia.

Hoy hace un año que fuimos, de nuevo, los campeones del mundo del desastre.

Hoy hace un año que no sabemos qué hacer pero seguimos haciendo y no parece que demasiado bien aunque todo va a salir bien.

Hoy hace un año que empezó el gran fracaso que ya éramos.

Un año.