Umbral, el frío de una vida

Llegué a Umbral, regresé a Umbral, no hace mucho, documentándome sobre Ramón (Gómez de la Serna) y, hace nada, a través de la biografía de Anna Caballé (que se titula como esta entrada).

Porque a Umbral hay que llegar.

Porque hoy Umbral, sería/es imposible.

Esa especie de gamberrismo columnista, extraordinariamente incómodo, aberrante, aparentemente libre, barroco, incendiario (a veces solo en superficie), emocionante siempre. Columnismo lírico, diríamos. Quizá —ahora y en otro orden, también literario— Guerriero (cuando quiere/se deja), Jabois (a veces, cuando puede). Pero no, Umbral, irrepetible.

Umbral, absolutamente despreocupado por la —supuesta/imposible/ignorable— veracidad de los hechos, por la relevancia del tema. Umbral centrado en el efecto que, a propósito de cualquier cosa (pero/aunque siempre sobre sí mismo) provocan sus frases. Umbral poseído por la posibilidad de encontrar el adjetivo correcto. Un escritor del dardo más aún que de la palabra, que también.

Umbral, atrapado en una voz/personaje que decía lo que nadie.

Umbral hurgando en una herida kilométrica, primordial, incurable, hurgando en sí mismo y, cada vez, en otro.

Umbral como el escritor proteico, prometeico, prolífico, al que los premios no merecían lo suficiente; el a-cadémico, el príncipe republicano de las letras y también el escritor del Movimiento (perpetuo)

Narciso Umbral.

Umbral también como el escritor zombie, el vivísimo no-vivo, con el frío en los huesos, con los huesos en carne de gallina, con el cuerpo envuelto en papel, en papel higiénico —su escudo de Quijote vallisoletano—. Umbral tan duro y de piel tan fina, a la vez.

Umbral imposible, intratable, ilegible. Porque no hay cojones a leerse todo Umbral (¿#Umbralchallenge?).

Aunque yo creo que a un hombre al que se le muere entre los brazos un hijo de seis años se le debe escuchar siempre y perdonar todo. O tal vez no.

Umbral y su Mortal y Rosa, al menos, concédamonos eso.