Despropósitos del año nuevo (21)

Mantener la posición del aprendiz. 

Seguir intentando imitar la voz de Matt Berninger.

Excribir, también, un poco.

Tomar café cada vez más largo, cada vez más de cuando en cuando, tomar cada vez menos café, no tomar café.

Pasar de Byung-Chul Han a Marina Garcés. Pasar de Byung-Chul Han.

Aumentar el conocimiento en agnotología.

Comparecer ante el espejo con dignidad suficiente.

Frecuentar desvíos que resulten cruciales.

Seguir odiando la hybris, pero no demasiado, respetando el límite exacto porque lo exacto es bello. Y porque el oráculo tenía razón pero la redacción puede mejorarse.

Leer a los clásicos exclusivamente a través de los autores contemporáneos, pensando que ellos hicieron lo mismo por mí, antes y mejor.

Buscar, en los días malos, ese sol tímido que no sabe dónde ponerse.

Bajarme una app que me diga qué apps debo bajarme.

Quitarme de tertulias, de liturgias solemnes, de discursos, de tribunas editoriales y otras opinologías. Opinar de forma adánica, ininterrumpidamente, como si nada hubiera sido antes opinado. Metaopinar, incluso.

No sospechar de la amabilidad.

Frecuentar más las librerías de viejo. Frecuentar más, ahora ya de viejo, las librerías.

Celebrar simplemente [ojo spoiler] otro año.

Pasarlo, pero pasarlo bien, “para saber que soy yo y no todos ellos” (marcarme, pues, un anti-Panero).

Vacunarme (y no enfermar, tampoco, una vez vacunado).

Dejar de confundir a Martín Caparrós con Jorge Carrión o viceversa.

Progresar adecuadamente hacia la irrelevancia y que no me importe ni a mí ni a nadie.

Aprender de memoria eso de que “La fe es una apuesta, la moral es una elección”. Saber elegir.

Seguir con esta obligación de creerme libre.

Vivir, que eran dos días.

Vivir como cuando uno oye una canción y dice “me encanta esta parte”.

No hacer propósitos. Hacerlo público.

Café Pombo

Supongamos que empiezo a escribir y el predictor de textos me dice, una vez más, la palabra que ya sé que voy a emplear. O quizá no, supongamos que quizá la sugiere unos instantes antes, quizá verdaderamente se anticipa y yo la leo antes de haberla escogido en algún lado de mi cerebro, con sus precarios algoritmos neuronales de cazador-recolector sedentarizado, y creo que lo hago libremente, pero sólo y en realidad la postescribo, predictado, predecido, humillado, en cierto modo, por ser tan predecible. (Yo, tan redicho, en realidad pre-redicho).

Supongamos que Spotify me dice en su lista de fin de año lo que ya sé que me gusta oír o lo que, en realidad, coincide con lo que he ido escuchando todo el año gracias a su algoritmo (este electrónico pero también cazador-recolector) que escoge, en el modo aleatorio (¡ja!), de todas las canciones que me gustan, extrañamente y casi siempre, las mismas y en un orden similar o las deja caer, incansable y quizá algo asustado del horror vacui que pueda generar en mis auriculares, al final de un álbum o una playlist de algún músico que sí —te lo juro Spoti— me gusta (aunque no sabes cuándo ni con quién me gusta ¿o quizá sí? ¿o quizá también?).

Supongamos que ese anuncio de Amazon del utensilio de cocina que aparece en la página del periódico electrónico acribillada de banners y cookies y ads de apps y popups, y otros mil anglicismos doblemente invasivos, supongamos, digo, que es solo casualidad cibernética que ese anuncio corresponda al mismo tipo de utensilio de cocina que he estado mirando la última semana para sustituir al triste y analógicamente roto. Supongamos, incluso, que lo he consultado para despistar al sistema mientras lo que en realidad deseo es un Tesla Model X o unas tijeras para zurdos o un rotulador de caligrafía gótica o unas lentillas progresivas. Supongamos que yo pudiera hacer, de algún modo, que la imagen de la Crockpot (el utensilio de cocina antes mencionado) no estuviera como de oferta infinita, universal e iterativamente presente en La Opinión, La Verdad, Levante, El País, eldiario.es, infolibre… Supongamos que pudiera leer lo que me interese sin agresiones intermitentes y persistentes, aunque culinariamente sanas. Supongamos un mundo libre de publicidad epileptógena (y otros posibles placeres ya extintos).

Supongamos que Kindle, al sugerirme otro libro de Yuval Noah Harari ignora que no, que no me ha gustado Sapiens, aunque no sabría decir demasiado bien por qué (no puedo discutir con Kindle esta falta de matices, esta sólida —y pesada—hipercertidumbre de Harari que me da como acidez de estómago, un poco como el arroz al horno o las lentejas con costillas: esa rotundidad) pero que, de algún modo, entiende que sí, que cada vez acaricio más de cerca la compra de Homo Deus aunque sólo porque esa portada desaparezca de mi vista (o quizá no, quizá Kindle solo lo hace por ignorancia, porque Amazon me sugiere en muchas ocasiones objetos y libros que ya he comprado, incluso en su web y quiere, tal vez que vuelva a leer Sapiens, o que lo lea de otra forma o que me atreva, de nuevo, con otro platazo de arroz al horno).

Supongamos que Google es capaz de leer, en su artificial inteligencia, este post y se engaña, en su también artificial entendimiento algorítmico y silicónico, con el simple hecho de que yo nombre aquí el “Café Pombo” para despistarlo y que pique el anzuelo y que comience a sugerirme libros, lecturas y vídeos de Ramón Gómez de la Serna.

Café Pombo. Café Pombo. Café Pombo.

Café.

Pombo.