Pequeñas frustraciones vacacionales: no puedo participar en la carrera (cross, dice el folleto) oficial de este lugar –de cuyo nombre no quiero olvidarme– porque coincide con el día que nos vamos. El arroz, ayer, no salió perfecto y la sandía no estaba tan dulce como esperábamos. Hoy hace demasiado calor, incluso junto al mar. El vino blanco exagera su nota de cata como quien falsea su curriculum. La película que escogimos anoche no era, para nada, divertida ni inteligente ni nada de lo que presumía su cartel. El libro de Rodrigo Fresán ha derivado más a Cumbres Borrascosas que a Nabokov y se está haciendo un poco cuesta arriba. Nota mental. ¿Leer a las Brontë? ¿En serio?
Alguien (mucha gente) debe(is) estar haciendo que el mundo funcione mientras yo me dedico a hacer el bobo con estas notas (ficticias) de unas vaciones (reales), mientras me quejo de cosas de tan escasa importancia, adoptando una actitud tan ¿infantil? –no, los niños no se quejan del vino blanco–. Creo, simplemente –todas las creencias tienen algo de simple, supongo–, que aún no estoy preparado para volver a la Realidad (™). Estas pequeñas frustraciones vacacionales probablemente sólo indican que quiero darme un día más, una carrera, una comida, una sandía, un vino más.
Leo los signos (en la nota de cata).
Hoy nos vamos. Recogemos todo lo que hemos ido acumulando en estas dos semanas: lo que trajimos, lo que compramos por aquí (algún traje de las tiendas con olor a incienso: a veces vamos #afavordeguiri), las cosas del perro, lo que más abulta primero. En un par de horas tenemos todo colocado y el coche a punto de explotar. Echamos una última mirada al mar. Hoy vuelve a hacer sur. Lebeche o jaloque, nunca nos decidiremos, ni falta que hace. Dejamos un horizonte en buen uso, para quien lo pueda/quiera disfrutar. Preferentemente, con ojos de JB (Jaqueline Bisset ¿qué os pensabais?).
Mes: agosto 2017
Vacaciones #12
Salgo a correr, otra vez. Son las 8 de la mañana, más tarde hará demasiado calor. La idea es intentar encontrar un sendero que va desde una cala bien señalizada, a unos 3 km de la casa, y sube por los acantilados hacia el sur del cabo. Estreno zapatillas de cross o de trail, no sé muy bien, aunque el dependiente de El Corte Inglés parecía muy convencido de la marca, del modelo, de la oferta, mientras me las cobraba. Cuando llego a la cala donde debe empezar la senda, el charco del lavapiés, junto a la arena, está lleno de avispas. Hay cientos pero no parecen preocuparse por mí, siguen devorándose unas a otras en pleno neoliberalismo himenóptero. Un poco más allá están abriendo el bar, poniendo las mesas, barriendo. El sendero, junto al bar, está muy bien señalizado, es un GR con la doble banda blanca y roja. La subida inicial es difícil, con mucha gravilla, luego se ensancha y se allana según alcanza unos 15 o 20 metros sobre el mar. La vista a partir de ahí es espectacular, en cada curva un paisaje de postal (debería decir de Instagram #federatas). Me paro en algunos carteles que detallan información sobre la antigua mina de plata, la cueva que habitaban las focas-monje, los antiguos asentamientos junto a la explotación del mineral. El monte está precioso, de una belleza áspera, metálica. Hacia el final de la senda se abre una cala de arena dorada, entre dos dunas fósiles. Me aparto del camino y desciendo. En medio de la arena hay unos diez o doce bidones de color azul eléctrico de grandes dimensiones, de unos 30 litros cada uno, agrupados. Algo que no debería estar allí, algo como de otro mundo. Me quito los zapatos, estoy solo en la cala. A pesar de cierta inquietud que me crea el conjunto de bidones no puedo evitar bañarme: el agua es un milagro de transparencia. Unos peces pequeñísimos me rodean los pies cuando entro en el mar. La sensación es fantástica, el calor es ya historia, el paisaje increíble, a solo 4 o 5 km de la masa de gente: aquí, #acontraguiri, el paraíso. Mientras me baño aparece un hombre por la vertiente contraria de la cala. Viste un mono de trabajo gris, de cuerpo entero con franjas amarillas fosforescentes en mangas y perneras. Lleva un sombrero de paja de ala ancha y gafas de aviador de espejo. Parece ser una especie de ¿funcionario-astronauta? salido de un episodio de Breaking Bad. Pronto veo que se dedica a retirar los bidones azules, de uno en uno, desapareciendo intermitentemente de mi vista, volviendo cada pocos minutos a por el siguiente bidón. Salgo del agua cuando aún le quedan 5 o 6 por recoger. Venciendo mi timidez –aumentada por el hecho de ir vestido con las mallas de correr mojadas que hacen transparentar mis calzoncillos de finas rayas blancas horizontales (cómo se me ocurre)– me acerco al hombre y le pregunto.
– Una patera. Deben haber llegado esta noche –me dice
– Y los bidones… ¿De qué son?¿Agua?
– Gasolina, hombre, gasolina. ¿Qué no se huele? –me contesta, mirándome por encima de las gafas de sol con la mirada que se dedica, universalmente, a un gilipollas.
Una patera. Y yo pienso en la mina de plata, agotada hace tantos años ya, mientras me calzo las zapatillas nuevas. Tan buenas, tan estúpidamente caras, de cross o de trail, lo que sea.
El paisaje es menos espectacular cuando regreso, aunque ese hombre haya retirado ya los bidones.
Vacaciones #11
Contratamos un «bautizo de buceo». El lugar es, dicen, ideal para practicar este deporte. Mis hijos transmiten entusiasmo y yo disimulo una leve inquietud por lo que supongo va a ser una muerte inminente y muy desagradable haciendo algo moderada-intensamente tonto para mi edad y mi condición física. Cuando llegamos al lugar, al club de buceo –¿por qué se llamará «club» como si fuese un lugar para discutir con una ceja arqueada sobre cricket o el tiempo adecuado de infusión de un té mientras se ojea la prensa?–, todo el mundo transmite una sensación de seguridad y profesionalidad que solo me reafirma en lo de la muerte por ahogamiento y/o en rescates in extremis. Si no fuera una posibilidad real –¿qué es una posibilidad real?– no andarían con tanta profesionalidad y tanta advertencia, pienso. Nos dan los trajes de neopreno (a mí me da un aspecto de tele-tubie que nadie parece querer hacer obvio quizá porque nadie tiene edad de haber visto los teletubbies con sus hijos, ni siquiera de tener hijos), escarpines y gafas. Caminamos hasta el barco (una lancha que se mueve muchísimo ya antes de salir del puerto) y partimos a una cala cercana. Han calculado que el bautizo (por qué no «extrema unción», pienso) sea donde el mar va a resultarnos más amable a los novatos. Mientras la lancha oscila como si estuvieramos en una atracción de feria, nos dan las instrucciones sobre el equipo (botella, manómetro, reguladores…) y el procedimiento de forma sencilla. Instrucciones taxativas. También unos breves consejos en caso de pánico (que no retengo, por el pánico) y cuatro o cinco gestos para comunicarnos cuando estemos bajo el agua. Cada uno tenemos un monitor, un acompañante experto, para toda la inmersión. Cuando me ordenan me tiro de espaldas intentando que parezca una decisión propia y no una obligación socio-deportiva porque todos me están mirando. El resto… es una maravilla, sin matices. Ya sé otra cosa a la que he llegado tarde.»Hemos bajado a siete metros», me ha dicho Juan, el monitor. El pulpo era increíble –le contesto–, y los pececitos de color azul fosforescente y la estrella de mar y el de la raya roja en el lado y el banco de peces junto a esa especie de cueva y la luz. Y él me mira como un adulto mira a un niño. Ya no pienso sólo en que hemos sobrevivido, sino en para qué, en cómo. En cómo.