
Hojas.
Yo la llamaba así, simplemente, “hojas”, quizá porque era la primera planta que reconocí como tal o porque resultaba obvio que, básicamente, esta planta eran hojas. Como cualquier planta, lo sé, pero estas hojas, no me negaréis, tan hojas. Muy hojas.
Las hojas habitaban el jardín de mi abuela, de mi abuela paterna, es decir de la yaya. El jardín de mi yaya ocupaba el patio trasero de una casa en planta baja, un jardín urbano, que entonces, cuando yo tenía cinco o seis, menos de 10 años, seguro, y lo exploraba, nadie lo llamaba así. Lo llamaban “la porchada”, o más exactamente, “la porchá”.
La casa de mi yaya era una estructura rectangular que daba a la calle por el extremo que ocupaba una puerta acristalada y, por el extremo contrario, a ese patio, a la porchada. Había un segundo piso al que se subía por una escalera estrechísima, con una habitación para mis yayos (la naia) y una donde dormíamos mi hermana y yo cuando les visitábamos. Cuando mi padre tenía la edad en la que yo entonces exploraba el jardín ––la porchada–– no había jardín, sino solo un espacio donde ensayaba la banda de música de mi bisabuelo. Por la puerta acristalada de la calle entró un día la guerra cuando mi padre era muy pequeño ––eso nos dijeron–– y la banda de música dejó de existir (supongo que para dejarle espacio a la guerra, que siempre ocupa tanto que no deja sitio para nada más). Ahora, entonces, cuando yo era pequeño, ya no había banda ni instrumentos ni partitutras, solo ese jardín umbrío, sitiado por las casas vecinas de mayor altura, con sus paredes encaladas y cientos de macetas y que llené ––la guerra ya se había ido, hacía tiempo, o eso nos dijeron–– de aventuras inventadas y que enmarcó la lectura de los mortadelos de muchas tardes de mi infancia. Mi yaya pintaba periódica y esforzadamente aquellas macetas de color de verde o de azulón, según el año, de forma que iban adquiriendo capas y capas de color y una textura como de tiza en láminas que se desprendían con apenas un roce. Yo recorría aquel lugar repleto de plantas que no sabía nombrar, de caracoles y babosas, perseguía a los escurridizos gatos del vecindario y rompía cosas, hacía carreras con mis coches de juguete, estudiaba el musgo de los rincones, regaba con una regadera de zinc, ahogando algunas plantas, cuando mi yaya no miraba. También pintaba ––a veces, en ocasiones de especial travesura, con pintura verde excedente de las macetas–– las paredes encaladas. En la parte más posterior, en el verdadero porche, que tenía un tejado altísimo y en permanente amenaza de ruina, abundaban trastos semiolvidados y los restos de unas conejeras que se utilizaron en la postguerra. También se podían ver, a más altura de la que yo entonces alcanzaba y si uno miraba con los ojos adecuados, las marcas de la antigua riada que ensució de barro los libros de mi padre. Aún conservo algunos, como el tratado de anatomía de que él mandó restaurar y encuadernar de nuevo y que hojeo de cuando en cuando, quizá para recordar de dónde vengo, de dónde venimos, más que cómo estamos hechos por dentro.
Las hojas, aquellas plantas de hojas majestuosas en sus macetones de barro y con su voluminosa generosidad de aspidistras, ocupaban un gran espacio en el jardín. Años después, cuando mi yayo murió y mi yaya tuvo que mudarse a la casa de mis padres, vencida por la edad y la demencia y la casa se vendió con mis aventuras de niño dentro (nunca las recuperé), mi padre, su único hijo, heredó ajuares y abanicos y algunas de aquellas plantas. Durante mucho tiempo, las aspidistras prosperaron verdes y brillantes en una segunda vivienda que mis padres compraron en Náquera, un bonito pueblo cercano a Valencia donde yo aprendí a ir en bici, a conducir una moto, a jugar al frontenis y a besar, todo lo anterior con mucho interés y bastante torpeza. Cuando me mudé a mi propia casa me llevé una de esas macetas, y la planta siguió fiel a sí misma dando hojas y más hojas, brillantes y enormes. De una maceta hicimos pronto otra y luego más, hasta cuatro, si no recuerdo mal. También en nuestra nueva casa ––en la actual–– están, ahora junto a la puerta de entrada, en la escalera, las mismas hojas, la misma planta.
Miro hoy otra vez las hojas arrugadas y resecas de los libros de mi padre que se salvaron de aquel naufragio y que transportan en el tiempo, pacientes y escrupulosos, sus cuidadas imágenes anatómicas. Miro también las hojas vivas, casi enceradas, de la aspidistra, con sus delicadas nervaduras, las hojas que sufrieron tantas mudanzas, también pacientes, también escrupulosas.
“Aspidistra elatior es una planta exótica bien conocida que tiene fama de soportar el abandono”, dice la Wikipedia.
Y quizá sea eso.
Quizá sea por eso que nos acompañan siempre.