Volver a ver la última de Woody Allen, como cada año, puntualmente. Volver a Manhattan de su mano, la mano del perfecto anfitrión, el connaisseur mentiroso que te va a enseñar los rincones que solo los nativos conocen, los lugares solo para iniciados, los bares favoritos, ese lugar en Central Park por el que parece que nadie, nunca, hubiera pasado antes, el cómplice que te va a dar una vuelta por el museo para que los cuadros y su silencio te miren otra vez a ti, que eso es lo que hacen los cuadros, no al revés. Volver a dejar que te engañen, tan ricamente, que te hagan sonreír, que te hagan cómplice de esa mentira, de los clichés (los lugares comunes son, también, una forma de cortesía) donde te instalas tan cómodo como en uno de esos lofts tan elegantes, tan chics —hasta la palabra “chic” está ya en desuso—, que nunca vas a pisar y donde nadie, nunca, excepto Woody, te va a invitar. Conocer, de nuevo, a esos personajes dibujados con cuatro trazos —estereotipos, sí: personajes, sí, so what?— pero que hablan como deben hablar los dioses, con todo el ingenio, la precisión y la astucia y, a la vez, con la vulnerabilidad necesaria para que todos podamos sentirnos tranquilos en esa fragilidad, tan suya, tan nuestra, tan mentirosa, tan alta comedia de la edad dorada del cine. Volver a querer comprarte una chaqueta de tweed como la del protagonista —ya lo hiciste, recuerda, te quedaba fatal—, y a oír, de nuevo, todo el American Songbook de la edad de oro (otra edad de oro ¿para cuándo la nuestra?) del jazz; volver a escuchar esos chistes de stand up comedy de división élite. Sentir la lluvia, porque la película va de cómo nos gusta, de lo bien que nos sienta (a nosotros y a las ciudades) la lluvia, los días magníficos por nublados, la luz tamizada y suave, el tiempo entre detenido y apresurado en la ruta del flaneur —el urbanauta—, en este caso una especie de Holden Caulfield transitando un Bloomsday pero sin el trastorno psiquiátrico, sin la sordidez: eso no cabe, eso no es de este mundo, busquen otra película. Un hombre joven, un —de nuevo— trasunto de Woody Allen, construyéndo(se) como persona(je), encontrando el amor —romántico ¿es que hay otro?– porque ¿para qué si no hicieron los días de lluvia?: para poder besarse, en una película dentro de la película, detrás del parabrisas de un coche, como en aquellas noirs franceses donde, también, siempre llovía y todo el mundo fumaba.
Volver a estar en Manhattan de la mano de Allen para no necesitar nunca ir a visitar Manhattan, para no deshacer la magia, no vulnerar el mito, no estropear las postales enviadas desde tan lejos. Volver a desear que no muera nunca este hombre, este monstruo, si es que es un monstruo. Poder seguir admirándolo, disfrutándolo, cada año, por estas fechas. Volver a Woody Allen.