por Javier Baruch
Normalmente aquí no hay luz, sólo cuando entra ella –llamémosla La Bruja– y enciende la lamparilla sobre la mesa donde distribuye el material para sus cosas –llamémosles experimentos–. Pero, salvo cuando entra La Bruja, siempre estamos a oscuras. Y digo “estamos” por lo que supongo me acompaña en esta estantería. Noto cierta vibración a ambos lados de mi frasco que me hace pensar que no estoy solo aquí, flotando en este líquido translúcido, ingrávido, como un recuerdo de otra forma anterior, como un embrión o como una medicina viva y muerta a la vez. Otros me acompañan, otros frascos.
No sé cómo llegué aquí, pero supongo que no me está permitido saberlo o que si lo supiera no podría soportarlo. Hay algo en el líquido que me envuelve, en esta habitación –llamémosle La Farmacia– que me hace pensar en términos como prisionero, tortura, experimento, pero no puedo precisar más. Podría alegar amnesia pero eso sólo sería cierto si tuviera memoria. Y no estoy seguro de esto último: no sé qué sucedió ayer, porque no sé qué es ayer, aunque esta palabra me viene a la cabeza con cierta frecuencia. Percibo algunas cosas: que floto, que distingo entre luz y oscuridad, que mi frasco descansa en una estantería junto a al menos otros dos de configuración y tamaño similar. Sé que estoy vivo y, aunque esto último me cuesta especialmente justificarlo, lo sé con más certeza que otras cosas. Puedo oír, pero no puedo hablar, aunque de alguna forma sé que ella –La Bruja– capta mi pensamiento (porque sé que pienso y que lo hago a través de términos, de palabras y conceptos, con cierta, llamémosle así, textura). Sé, lo veo, que de mi cabeza surge como un cable fino hacia un corcho que tapa el frasco. Creo que es por ahí por donde La Bruja puede leer lo que pienso. A veces, cuando entra, lo primero que hace es acercarse mucho, tanto que el vidrio y el líquido del frasco donde floto deforman su cara, sus ojos se hacen enormes y se desenfocan sus orejas y ese pelo alborotado y plagado de canas que parece una tormenta o un océano salvaje y lúgubre. Cuando está así de cerca intento pensar cosas que la provoquen. Pienso “guapa” o “te quiero” y creo que sonríe. Pienso “por favor” o “morir” o “por qué” y veo que se entristece su mirada porque la defraudo o porque no debería haber pensado eso o por ambas cosas. No la he visto llorar nunca aunque intente transmitirle los pensamientos más tristes que se me ocurren (soledad, dolor, impotencia). Pero, aún así, aunque no llore, estoy seguro de que puede leer mi pensamiento. Por eso supongo que vale la pena seguir esforzándome en buscar cierta explicación para mi situación, para este lugar. Quizá si hago la pregunta adecuada, si consigo accionar el resorte exacto, La Bruja (es posible que no le guste ese término, pero no he notado ningún efecto en ella ligado a esa forma de nombrarla) me pueda decir qué hago aquí, qué soy o qué me espera.
Hasta ahora podría decir que no ha ocurrido nada o, más bien, que no ha sucedido nada, porque en La Farmacia no hay cosas que se sucedan. Me gusta pensar, no puede ser de otra forma, que en La Farmacia siempre es ahora. La Bruja entra siempre ahora, enciende la luz (una luz que al principio parpadea, me gusta ese momento justo antes de que se estabilice) y empieza a revolver la gran mesa que hay en el centro de este lugar, mueve objetos que distingo mal y que se amontonan y se encajan unos con otros, saca más objetos –vidrios, tubos, cables o cosas como cajitas con agujas– de un cajón, de los armarios que comparten este espacio donde estamos los dos y algo o alguien más, quizá muchos más. A veces abre un cuaderno donde apunta algo o teclea en un aparato con una pantalla luminosa que siempre cierra antes de salir y apagar, de nuevo, la luz. Escenas muy similares a esta se reproducen con una frecuencia y una duración que no sé precisar. La oscuridad lo invade todo entre escena y escena y mientras tanto sigo flotando y pienso y a veces veo también a La Bruja entrar pero de alguna forma sé que esta vez lo estoy soñando pero tampoco por qué o cómo son los sueños o si puede haber otros sueños, sueños sin La Bruja. Me gustaría saber de dónde salen algunas certezas que poseo pero me basta con saberlas, con sentirlas. Sé que no tengo nunca hambre porque hay algo en este líquido que me rodea que, de alguna manera, me alimenta. Sé, también de alguna forma, que La Bruja es la responsable de todo esto, de mí, y que podría explicarlo, explicármelo todo si quisiera. Y entiendo que hay algo más también cuando todo está oscuro, algo más allá de este lugar. Y noto, llamémosle alguien que piensa también, que piensa algo parecido a todo esto, al menos en el frasco de color ámbar que late a mi derecha.
Ahora La Bruja ha puesto música. La música me permite acercarme a notar el tiempo, pero, de la misma forma que cuando a un ciego le describen un paisaje, no llego realmente a verlo, a saber con exactitud a qué se refiere esa especie de flujo, eso que discurre, que progresa con la melodía. Ahora La Bruja parece nerviosa, se mueve más que otras veces, agita los brazos y se desplaza por La Farmacia como una loca mientras sigue sonando esta música, cierta música. Cuando suena otra, acompañada de otro tiempo que tampoco consigo entender, no hace lo mismo, ahora no, ahora se sienta, apoya los codos sobre la mesa y se sujeta la cara y pasa las manos por su pelo y suspira y parece que espera algo o a alguien y ahora ya no hay música y enseguida no hay luz y mi frasco vibra cuando La Bruja cierra la puerta al salir y La Farmacia se queda, una vez más, en silencio.
La Bruja entra y enciende otra vez la luz. Ahora ha venido con alguien más –llamémosle El Gigante–. El Gigante produce un montón de ruido por la boca pero no puedo entender lo que dice. Se ríe mucho, se mueve con desenvoltura y enseguida se acerca también al frasco, a mi frasco, como hace ella. Me mira y sonríe y sus dientes enormes me provocan algo extraño, algo íntimamente desagradable, más cerca de la oscuridad y del dolor, pero que en realidad no duele, llamémosle “miedo” porque creo que puede ser perfectamente eso. El Gigante se desplaza por La Farmacia de estantería en estantería y va mirando un frasco tras otro, como ha hecho conmigo. No veo bien qué hace más al fondo, no lo distingo, el fluido de mi frasco se ha hecho más denso con esto que creo que es miedo, pero parece que saca algo de su bolsillo y se lo entrega a La Bruja. Me da la sensación de que El Gigante busca algo, que tiene una intención, un propósito y que yo estoy en algún lugar de ese propósito, como si El Gigante, con su mirada a través del cristal, me hubiera proporcionado un sentido, una función. Ahora soy para, soy hacia, no sólo soy.
Así que algo ha sucedido, por fin, ya es después, pienso mientras viajo fuera de este lugar metido en el bolsillo de El Gigante y noto la puerta de La Farmacia temblar detrás de mí, detrás de nosotros y me desplazo con sus pasos de gigante y noto que el frasco se tambalea y que el fluido donde floto hace burbujas provocadas por el movimiento. Ahora ya no es ahora solo, es más tarde, es después porque ha habido ruido y luces y voces por el camino que se han ido colando en su bolsillo, que rebotaban dentro de mi frasco, junto a mí y luego hay otra puerta y otra luz parpadeante y luego fija y El Gigante deja mi frasco en otra estantería y estamos en otro lugar, un lugar que es como La Farmacia pero que tiene algo peor o más amenazante o irreversible. Me vuelve a mirar muy de cerca aunque ya no sonríe como antes. Agita el frasco y el movimiento me hace pensar “aquí estoy, en este otro lugar, en otro momento” y entonces El Gigante sí se sonríe y, abre el tapón del frasco y noto cómo estira del pequeño cable, de mi cabeza, y cómo salgo del frasco y que de alguna forma ya sé por fin qué es el tiempo y qué significa el miedo. Definitivamente.