
Ha brotado el granado, de nuevo. O como siempre.
Y yo, también como siempre, en vacaciones, haciendo lo imposible porque el tiempo pase lo más lentamente posible, es decir, intentando no hacer nada.
Casi nada.
Lo indispensable: ducharme, desayunar, salir a correr, leer.
Perder el tiempo para ganar tiempo.
Pero el tiempo, claro, a lo suyo, a vencer todas las batallas. La maldición del ser humano no es ser consciente de su mortalidad, sino ser consciente del tiempo. El tiempo que te arrincona, en la esquina del recreo, se lleva tu bocadillo y te escupe un par de insultos nuevos, certeros (ni tú te hubieras insultado mejor). El tiempo como maldición de los dioses más antiguos. Porque, quizá, Prometeo no nos dio el fuego robado a aquellos dioses: nos dio un reloj de pulsera que le había mangado a Poseidón (sumergible, eterno, carísimo).
Pero antes, decía, el granado: punica granatum.
El granado, frente a mí, al otro lado de la valla, se empeña en recordármelo (el tiempo). Cada hoja, más verde que la anterior, llevándoselo (al tiempo), como un nutriente, la savia que recorre sus nervaduras, brotando del tronco que parecía haber muerto por unos meses. Junto a él, decenas de mirlos, cada vez menos tímidos, empleando un lenguaje musical, místico y, por tanto, ininteligible: música que es, sobre todo, tiempo (intervalos, ritmos, silencios).
Del granado todo es/será un milagro: el tronco, las hojas, las flores, el fruto (la manzana granada, la manzana fenicia: el malum granatum, punicum malum). Los armenios (otra época) lo cultivaban, hace más de 5000 años: formaba parte de los jardines colgantes de babilonia, dice Wikipedia (esta época). El granado es, por tanto, tiempo, pero tiempo vegetal, otra escala de tiempo, mirándome, triunfante desde el otro lado de la valla, desde otra primavera, desde otra época.
Los babilonios creían que masticar sus granos antes de las batallas los hacía invencibles: masticar ese tiempo vegetal, creían, los haría invencibles.
Yo solo lo miro, sabiéndome vencido. De nuevo.