#elurbanauta_3: hipótesis.

 

Plano medio, la cámara enfoca a #elurbanauta mientras se revuelve en la cama. Luz tenue. La cámara se acerca hasta un primer plano. Mueve las cejas. Abre, de repente, los ojos. La escena se traslada a su sueño.
#elurbanauta sueña con una hipótesis.
Lo explico / se abre el plano / vemos una sala, casi a oscuras. Un grupo sentado.
#elurbanauta sueña que acude a una reunión de un Círculo de Podemos. Se debate, según parece por esa certeza con la que se saben las cosas en los sueños (el lectoespectador puede oír los argumentos aunque no identifica quién habla), sobre si la transición de la hipótesis populista a la hipótesis Podemos ha traicionado la identificación del sujeto político con el significante (significante vacío) que representa el Líder. El guionista tiene dificultades al trasladar esto al lenguaje cinematográfico, en realidad, a cualquier lenguaje comprensible. Desde una pantalla de plasma que preside el Círculo a una cierta altura, colgado del techo, Monedero expone su opinión y da datos históricos –en términos que podríamos denominar neosarcásticos– sobre El Partido, Las Confluencias, Los Movimientos, la generación de un nuevo sentido común. A sus pies todos asienten, distribuidos en sillas que dibujan círculos concéntricos. La luz cenital ilumina la reunión pero el resto de la habitación (parecida a una nave industrial) se degrada hacia el negro; los límites resultan imposibles de adivinar. No se ven puertas ni ventanas. #elurbanauta no recuerda cómo, cuándo ni por dónde ha entrado. El guionista tiene difícil hacer patente este no-recuerdo al lectoespectador de este programa. Porque en los sueños ya estás ahí, desde siempre, desde que empezó el sueño. Creo que este se inspira algo en la estética de aquella película sobre 1984 de Orwell. El guionista sigue sin poder reflejar todo esto.
En un momento dado –es curiosa la simultaneidad y la linealidad del tiempo en los sueños– uno de los asistentes, un hombre algo grueso, desaliñado, vestido con una camiseta negra de Amnistía Internacional que pone «No pienso…callarme» en una tipografía Arial dice que, quizá, en lugar de asaltar los cielos baste con gobernar las instituciones y ponerlas a trabajar a favor de la gente, no en su contra. Alguien sentado al lado de #elurbanauta susurra despectivamente lo que suena como «socialdemócrata» o puede que sea “anticapi”. En ese momento –en los sueños todos los momentos son ese momento, también este– la imagen de Monedero en la tele de plasma que cuelga del techo comienza a vibrar, a pixelarse y a desvanecerse hasta que es sustituida por una persona disfrazada con la máscara de F Society de la serie de TV «Mr Robot». Problemas de copyright, publicidad de Movistar. El guionista suda, pero ahora algo menos que el productor. Una mujer se levanta, se traslada al centro del Círculo y muestra un libro que sujeta como un escudo, con los brazos extendidos, moviéndose como una peonza lentísima. El lectoespectador es incapaz de leer la portada durante un buen rato a pesar de que pasa varias veces frente a él/#elurbanauta/cámara –lo que debería crear una ¿desproporcionada? inquietud que invita a despertar/finalizar el sueño– pero finalmente #elurbanauta se convence de que se trata, sí, seguro, (se aprecia en primer plano a cámara) de «El Principito» de St Exupery, por lo que esta vez no tiene más remedio que despertar. Algunos sueños no son sostenibles.

Primer plano de sus ojos, otra vez, en la habitación. Hace frío. ¿Guionista, lo pillas?
Voz en off.
Despedimos la conexión. La semana que viene otro episodio de #elurbanauta. En su proveedor de vídeo favorito.
Aunque ya lo dijo alguien –y Rodrigo Fresán escribió un libro (La Parte Soñada) bajo esa hipótesis, otra hipótesis–: quien cuenta un sueño, pierde un lector. O un lectoespectador.
Y también votos.
En su proveedor de video favorito, como decía.

#elurbanauta: 2_vallas publicitarias

Imagino un programa de televisión: una reportera a pie de calle realiza entrevistas a los conductores en el semáforo de la Ronda Sur, cruce con el Barrio del Progreso, dirección centro ciudad, Murcia. La cuestión/cuestiones que pregunta la reportera es/son la/s siguiente/s: «¿Ha visto las vallas publicitarias junto a la carretera, al pasar con su coche? ¿Recuerda alguna? ¿Recuerda qué anunciaban?». El cámara –tiene que haber un cámara, ya vamos aumentando los costes de producción– enfoca la cara de estupor de diversos conductores, la mayoría van solos en el coche. El semáforo no da para más de una entrevista antes de que cambien las luces. El resultado es previsible: prácticamente ningún conductor recuerda los anuncios. Uno comenta algo sobre una tienda de artículos eróticos. «¿Puede ser?» le pregunta a la reportera. La reportera mira a cámara, buscando la complicidad de los espectadores.
Voz en off, imágenes de la Ronda Sur, contraluces, cierta confusión.

Hay como unas ¿cincuenta? ¿cien? vallas publicitarias en el lado Sur de la Ronda Sur, el lado malo, no podría ser de otra forma, doblemente Sur, abandonado, donde languidecen antiguas huertas ya sin cultivar, casuchas en las que parecen hacinarse personas de diversas etnias, procedencias y coloraciones de pelo y piel, pero todas ellas uniformes en su aspecto pobre, extremadamente pobre, rodeadas de lo que otros podríamos denominar “basura” pero que ellos, seguramente, catalogan como sus pertenencias.

Las vallas publicitarias que tapan a medias toda esta miseria surgen, enormes e invasivas, cada pocos metros a lo largo del kilómetro y medio mal contado entre la «Rotonda de la Muela» –escultura en forma de ¿cordal? de maxilar inferior que adorna la misma y conmemora el colegio de odontología de la ciudad– y el puente que se eleva sobre las vías del tren. Al lado de éste aún hay otra valla publicitaria más, en este caso luminosa, que compite con el sol rosado del amanecer hacia el final del valle del Segura cuando voy al trabajo y, bajando el puente, en la «Rotonda del media Markt», algunas otras más envuelven un 25% de su circunferencia, también la del lado sur. En las vallas se pueden ver anuncios de coches –mayoritariamente– perfectamente indistinguibles unos de otros (todos en esa posición elegante, algo inclinada para que se aprecie la mayor parte del perfil del objeto), algún restaurante, inmobiliarias, abogados (!), casas de apuestas, cantantes solistas de próxima actuación en salas de conciertos (!!), lugares de vacaciones, tiendas de informática, tiendas de reparación de objetos de informática, tiendas de administración de objetos de informática, impresoras, tiendas de colchones, de almohadones, etc. La cuestión es clara: ¿qué hacen ahí si nadie las recuerda, si nadie –probablemente– las ve? Una posibilidad es que se trata de publicidad por sofocación, por inundación. Otra es que necesitamos tener objetos de consumo, incluso objetos absurdos, permanentemente a la vista, disponibles, just in case.

Fin de la voz en off.
Se abre el plano (necesitaremos un dron con una cámara, más gastos) y se aprecia la ciudad, el tráfico, cada vez desde más arriba, más lejos. Música (derechos de autor, recuerda) con un tono no apocalíptico, pero intencionado. Vuelve la voz en off.
O quizá todo esto solo forma parte de una tormenta de objetos innecesarios, de objetos huérfanos de consumidores, que se acumulan en los límites, en el Sur del Sur, algo similar al cambio climático, que nos advierte sobre la temperatura que está alcanzando el capitalismo, sobre los límites de la producción, los efectos secundarios del crecimiento infinito del PIB. Hablaremos sobre estas cuestiones con un experto. Pero será después de la publicidad. Están viendo #elurbanauta, no olviden, cada semana, en su cadena favorita. En Apple TV Global Networking. Islas Cayman. The Globe.

Fundido a negro.

#elurbanauta: 1_aceras

Uno podría pensar, desde una perspectiva completamente reduccionista, que las aceras son una solución arquitectónica humana que sirve para andar, pasear a una distancia prudente del tráfico rodado y humeante de las ciudades con una cierta defensa, un pequeño escaloncito con el que nos ponemos –creemos– a salvo. Uno podría pensar en analizarlas, evaluarlas, sí, podría dedicarse a todo eso, pero lo que no podría sería, simplemente, pasear por las aceras de La Alberca, Murcia.

Las aceras de La Alberca, Murcia, son un monumento al relativismo, son el gato de Schrödinger de las aceras: son y no son aceras al mismo tiempo, están, simultáneamente, vivas y muertas. Nos invitan constantemente a apearnos de ellas y, así, a cuestionar el propio concepto de acera y, desde él, a reflexionar sobre nosotros mismos (incluso sobre nuestros sistemas de gobierno municipal, me atrevería a decir si no fueran éstos tiempos tan inciertos).

En La Alberca tenemos aceras tan estrechas que nos dan la oportunidad de –casi nos obligan a–  ser continuamente galantes, a exhibir esa educación antigua, trasnochada, a ceder el paso, a rendir la acera, diríamos, a ancianos, personas precedidas por carritos que pasean bebés propios o ajenos, grupos de amigos, parejas que pasean al atardecer, paseantes de perros (y sus perros), runners, skaters, iPhoners, etc. demostrando buenas maneras, empatía y solidaridad social.  Todo gracias a esas aceras cuya estrechez,  lejos de ser un problema o una limitación, constiyuyen una oportunidad, un símbolo, me atrevería a decir, de la autoayuda arquitectónica.

Porque en La Alberca tenemos aceras de escasos centímetros que obligan a los que llevan carritos con bebés a exhibir la rara habilidad de ponerlo «a dos ruedas» estimulando en los infantes el gusto por el vértigo mediante una suerte de carricoche-Xtreme y, más aún, tenemos aceras donde esto incluso resulta imposible debido a las señales de tráfico y a las farolas cuyos mástiles las atraviesan obligando al paseante –siempre alerta si es nativo– a un pequeño rodeo por tan minúscula borda, convirtiéndonos poéticamente en marineros en tierra cada ciertos pasos. Otras de estas aceras, menos dotadas quizá para la lírica, albergan obstáculos vulgares como baches (algunos ciertamente tan profundos y, por tanto, prometedores que nos invitan a pensar en nuestro subsuelo musulmán, incluso romano) o excrementos animales de variadas formas que nos permiten deducir reglas de proporcionalidad entre el tamaño de los perros y el de los jardines y, a la inversa, de la educación cívica de sus dueños. En el terreno de la invasión natural también disponemos de  aceras atravesadas por árboles centenarios que ya desbordan sus alcorques, inclinados como ancianos, retorcidos y apoyados en el forjado vecino, dejando un espacio por donde sólo los gatos –esos gatos de La Alberca, pero ésa es otra historia– pueden transitar. Hay también, combinados con los elementos anteriores, contenedores, rampas de accesos a garajes que exhiben falsas señales de vado (otro alarde de postmodernismo en sintonía con estas aceras que no lo son: la falsa señalética), vehículos (algunos abandonados, museos de sí mismos) y, lo mejor de todo, ausencias, vacíos: la nada, finalmente. Porque muchas aceras de La Alberca, Murcia, acaban en nada, directamente dan a la calzada, a un descampado, a un lugar no urbanizado, salvaje y prófugo del procomún, aceras que nos llevan a un no lugar: ¿qué más podríamos pedir?

Así que, cuando cae la tarde, los alberqueños, reflexionando sin querer, sin poder evitarlo, sobre el propio concepto de «acera», llenos de la sabiduría de los que dudan de antiguas certezas, con la valentía de aquellos que no dan nada por supuesto ni fijo ni inmanente, paseamos, a falta de algo mejor –o por lo menos más ancho–, por el carril-bici que flanquea la Vía Rápida de la Costera Sur, esa construcción que, como nuestras aceras, tampoco parece ir a ninguna parte. 

Y lo del carril-bici, también es otra historia.