Imagino un programa de televisión: una reportera a pie de calle realiza entrevistas a los conductores en el semáforo de la Ronda Sur, cruce con el Barrio del Progreso, dirección centro ciudad, Murcia. La cuestión/cuestiones que pregunta la reportera es/son la/s siguiente/s: «¿Ha visto las vallas publicitarias junto a la carretera, al pasar con su coche? ¿Recuerda alguna? ¿Recuerda qué anunciaban?». El cámara –tiene que haber un cámara, ya vamos aumentando los costes de producción– enfoca la cara de estupor de diversos conductores, la mayoría van solos en el coche. El semáforo no da para más de una entrevista antes de que cambien las luces. El resultado es previsible: prácticamente ningún conductor recuerda los anuncios. Uno comenta algo sobre una tienda de artículos eróticos. «¿Puede ser?» le pregunta a la reportera. La reportera mira a cámara, buscando la complicidad de los espectadores.
Voz en off, imágenes de la Ronda Sur, contraluces, cierta confusión.
Hay como unas ¿cincuenta? ¿cien? vallas publicitarias en el lado Sur de la Ronda Sur, el lado malo, no podría ser de otra forma, doblemente Sur, abandonado, donde languidecen antiguas huertas ya sin cultivar, casuchas en las que parecen hacinarse personas de diversas etnias, procedencias y coloraciones de pelo y piel, pero todas ellas uniformes en su aspecto pobre, extremadamente pobre, rodeadas de lo que otros podríamos denominar “basura” pero que ellos, seguramente, catalogan como sus pertenencias.
Las vallas publicitarias que tapan a medias toda esta miseria surgen, enormes e invasivas, cada pocos metros a lo largo del kilómetro y medio mal contado entre la «Rotonda de la Muela» –escultura en forma de ¿cordal? de maxilar inferior que adorna la misma y conmemora el colegio de odontología de la ciudad– y el puente que se eleva sobre las vías del tren. Al lado de éste aún hay otra valla publicitaria más, en este caso luminosa, que compite con el sol rosado del amanecer hacia el final del valle del Segura cuando voy al trabajo y, bajando el puente, en la «Rotonda del media Markt», algunas otras más envuelven un 25% de su circunferencia, también la del lado sur. En las vallas se pueden ver anuncios de coches –mayoritariamente– perfectamente indistinguibles unos de otros (todos en esa posición elegante, algo inclinada para que se aprecie la mayor parte del perfil del objeto), algún restaurante, inmobiliarias, abogados (!), casas de apuestas, cantantes solistas de próxima actuación en salas de conciertos (!!), lugares de vacaciones, tiendas de informática, tiendas de reparación de objetos de informática, tiendas de administración de objetos de informática, impresoras, tiendas de colchones, de almohadones, etc. La cuestión es clara: ¿qué hacen ahí si nadie las recuerda, si nadie –probablemente– las ve? Una posibilidad es que se trata de publicidad por sofocación, por inundación. Otra es que necesitamos tener objetos de consumo, incluso objetos absurdos, permanentemente a la vista, disponibles, just in case.
Fin de la voz en off.
Se abre el plano (necesitaremos un dron con una cámara, más gastos) y se aprecia la ciudad, el tráfico, cada vez desde más arriba, más lejos. Música (derechos de autor, recuerda) con un tono no apocalíptico, pero intencionado. Vuelve la voz en off.
O quizá todo esto solo forma parte de una tormenta de objetos innecesarios, de objetos huérfanos de consumidores, que se acumulan en los límites, en el Sur del Sur, algo similar al cambio climático, que nos advierte sobre la temperatura que está alcanzando el capitalismo, sobre los límites de la producción, los efectos secundarios del crecimiento infinito del PIB. Hablaremos sobre estas cuestiones con un experto. Pero será después de la publicidad. Están viendo #elurbanauta, no olviden, cada semana, en su cadena favorita. En Apple TV Global Networking. Islas Cayman. The Globe.
Fundido a negro.