#elurbanauta: 1_aceras

Uno podría pensar, desde una perspectiva completamente reduccionista, que las aceras son una solución arquitectónica humana que sirve para andar, pasear a una distancia prudente del tráfico rodado y humeante de las ciudades con una cierta defensa, un pequeño escaloncito con el que nos ponemos –creemos– a salvo. Uno podría pensar en analizarlas, evaluarlas, sí, podría dedicarse a todo eso, pero lo que no podría sería, simplemente, pasear por las aceras de La Alberca, Murcia.

Las aceras de La Alberca, Murcia, son un monumento al relativismo, son el gato de Schrödinger de las aceras: son y no son aceras al mismo tiempo, están, simultáneamente, vivas y muertas. Nos invitan constantemente a apearnos de ellas y, así, a cuestionar el propio concepto de acera y, desde él, a reflexionar sobre nosotros mismos (incluso sobre nuestros sistemas de gobierno municipal, me atrevería a decir si no fueran éstos tiempos tan inciertos).

En La Alberca tenemos aceras tan estrechas que nos dan la oportunidad de –casi nos obligan a–  ser continuamente galantes, a exhibir esa educación antigua, trasnochada, a ceder el paso, a rendir la acera, diríamos, a ancianos, personas precedidas por carritos que pasean bebés propios o ajenos, grupos de amigos, parejas que pasean al atardecer, paseantes de perros (y sus perros), runners, skaters, iPhoners, etc. demostrando buenas maneras, empatía y solidaridad social.  Todo gracias a esas aceras cuya estrechez,  lejos de ser un problema o una limitación, constiyuyen una oportunidad, un símbolo, me atrevería a decir, de la autoayuda arquitectónica.

Porque en La Alberca tenemos aceras de escasos centímetros que obligan a los que llevan carritos con bebés a exhibir la rara habilidad de ponerlo «a dos ruedas» estimulando en los infantes el gusto por el vértigo mediante una suerte de carricoche-Xtreme y, más aún, tenemos aceras donde esto incluso resulta imposible debido a las señales de tráfico y a las farolas cuyos mástiles las atraviesan obligando al paseante –siempre alerta si es nativo– a un pequeño rodeo por tan minúscula borda, convirtiéndonos poéticamente en marineros en tierra cada ciertos pasos. Otras de estas aceras, menos dotadas quizá para la lírica, albergan obstáculos vulgares como baches (algunos ciertamente tan profundos y, por tanto, prometedores que nos invitan a pensar en nuestro subsuelo musulmán, incluso romano) o excrementos animales de variadas formas que nos permiten deducir reglas de proporcionalidad entre el tamaño de los perros y el de los jardines y, a la inversa, de la educación cívica de sus dueños. En el terreno de la invasión natural también disponemos de  aceras atravesadas por árboles centenarios que ya desbordan sus alcorques, inclinados como ancianos, retorcidos y apoyados en el forjado vecino, dejando un espacio por donde sólo los gatos –esos gatos de La Alberca, pero ésa es otra historia– pueden transitar. Hay también, combinados con los elementos anteriores, contenedores, rampas de accesos a garajes que exhiben falsas señales de vado (otro alarde de postmodernismo en sintonía con estas aceras que no lo son: la falsa señalética), vehículos (algunos abandonados, museos de sí mismos) y, lo mejor de todo, ausencias, vacíos: la nada, finalmente. Porque muchas aceras de La Alberca, Murcia, acaban en nada, directamente dan a la calzada, a un descampado, a un lugar no urbanizado, salvaje y prófugo del procomún, aceras que nos llevan a un no lugar: ¿qué más podríamos pedir?

Así que, cuando cae la tarde, los alberqueños, reflexionando sin querer, sin poder evitarlo, sobre el propio concepto de «acera», llenos de la sabiduría de los que dudan de antiguas certezas, con la valentía de aquellos que no dan nada por supuesto ni fijo ni inmanente, paseamos, a falta de algo mejor –o por lo menos más ancho–, por el carril-bici que flanquea la Vía Rápida de la Costera Sur, esa construcción que, como nuestras aceras, tampoco parece ir a ninguna parte. 

Y lo del carril-bici, también es otra historia.

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