Vinca major

En el jardín que fue de Ana de Bretaña, en el castillo de Nantes, la cuidada y mínima exposición que ocupa los macetones señala con un llamativo cartel a la “vinca”, una pequeña planta de flores de color violeta. [Digresión: podríamos suponer que la violeta —viola odorata— llegó antes que la vinca —vinca major— a la atención del humano que se dedicó a denominar los distintos colores con distintas palabras, ese esfuerzo: véase el catálogo Pantone].

Con el cerebro ya hace mucho tiempo fundido —como se funde el metal, para domesticarlo y hacerlo útil, esperemos, aunque quizá también en cualquier otro sentido— por mi muy, digamos, intensa educación médica, surgen de la lectura del cartel los siguientes términos: alcaloides de la vinca, vincristina y vinblastina, fármacos para el tratamiento de neoplasias hematológicas i.e. leucemia. Es un inevitable automatismo (¿pleonasmo?), como asociar dúctil con maleable en las características de un material o blando con depresible en la descripción de la exploración física de un abdomen. El inevitable automatismo (¿pleonasmo + iteración?) me impide ver simplemente a la flor en su sencillez arbustiva, su belleza de perfil bajo, su modesta elegancia. Quizá la haya visto mil veces más en otros jardines, pero hoy es Viernes, esto es Nantes y este jardín lo fue de Ana de Bretaña, hija de Francisco II y la única reina consorte de Francia que lo fue en dos ocasiones. Eso dice la guía. Y el cartel dice que la plantita es la vinca, la pervenche.

Junto al jardín, en uno de los edificios que forman el impresionante Chateau, otra exposiciónL’abîmè, la titulan— más ambiciosa, más compleja, menos decorativa, relata, con pelos y otras truculencias, la historia del negocio europeo del esclavismo. El grupo de amigos que visitamos las salas quedamos perfectamente espeluznados por tener, también, esa herencia, además de las luces de la Ilustración y la declaración de los Derechos del Hombre o el lema revolucionario —liberté, egalité, etc, en francés del XVIII, que nadie se asuste—, esos momentos estelares de la humanidad (europea). El recorrido de la exposición incluye detalles sobre la captura, trata, regulación, importancia en volumen, dinero y crueldad, y muchos vergonzantes etcéteras sobre la esclavitud infligida a millones de personas africanas, otro de los grandes negocios coloniales europeos: el primer “oro negro”, legal hasta bien entrado el siglo XIX. Un cartel bajo un libro bellamente editado, “Le Code Noir”, indica que este es el manual de uso de los esclavistas, el reglamento que estipula derechos y castigos, como con otras cosas, con cualquier cosa. En la sala final —esto no ha acabado, nos señalan— se exponen fotografías y cifras de la esclavitud aún hoy perfectamente funcionante: la trata de personas, la explotación sexual, el trabajo infantil, el sometimiento de las mujeres, el trabajo precario infra o no remunerado y tantas otras formas actualizadas de esclavitud que nos permiten comprar camisetas por 2 euros, que te traigan a casa la pizza que venden a cien metros de tu casa o disfrutar (se supone) de sexo online a petición, a cualquier hora, con alguien “anónimo” —esa es la palabra que probablemente mejor define siempre al esclavo—.

Junto al castillo descansamos, después, en un banco soleado, el grupo de amigos, exhaustos de vergüenza, ajenos al color violeta de la Vinca y a sus propiedades anticancerosas.

Y nos pesa, en los pies hinchados, la Historia.

Alguien —ya sabéis quién—corta el césped del parterre.

Tulipa gesneriana

Mi madre ha comprado dos manojos de tulipanes en el Lidl. Estaban de oferta, ha dicho. Manojo, ha dicho, sí, también. A un euro cada uno, cada manojo. Los tulipanes, rojos y amarillos, destacan ahora en el florero sobre el mueble del salón como esos peces de las peceras redondas de la infancia. Detrás del jarrón está mi bisabuelo, en el color sepia de las fotos de los bisabuelos, con los labios gruesos y los ojos tristones, muy parecidos a los que veo cada mañana en el espejo. El pelo ondulado no consiguió el salto genético y quedó ahí, varado en el tiempo de los retratos antiguos.

Leí en algún lugar que, en el siglo XVII, hubo una burbuja del comercio de los tulipanes en los Países Bajos. Una de las primeras crisis del capitalismo financiero, la tulipomanía (el turbotulipanismo, diríamos ahora). Lo leí y no entendí nada, porque carezco de conceptos básicos —y del mínimo interés— respecto a la economía financiera. Pero veo los tulipanes del Lidl, a un euro el manojo, y pienso que todo es, de algún modo, cíclico: las burbujas, los tulipanes, los labios y las bolsas de los párpados.

La genética de los tulipanes está trucada. Son el fruto, bueno, la flor, de cientos de entrecruzamientos interespecíficos, hibridaciones, recombinaciones. Son flores domesticadas, bellas como lo es una huerta, como una arquitectura clásica sobre una colina romana, como un perro dálmata o una cuerda de acero afinada en La menor. Son naturaleza forzada por la mano humana, cuando nos da por la belleza; plantas industrializadas, condenadas a generar flores exageradas en su perfección y sus colores, saturados, homogéneos, sin mancha. Son una mentira bien contada, de las que se usan para hacernos sentir mejor.

Mi bisabuelo, el del cuadro, era músico. Tocaba el trombón, eso me cuenta siempre mi padre. Tenía una banda de música antes de la guerra civil. Después solo le dejaron tener una posguerra que le duró ya para siempre. La música —pienso— también es la mentira del sonido. Un sonido domesticado, humanizado. Un ruido híbrido, recombinante, producido por extraños artilugios que dominan algunas personas entrenadas durante horas y que hacen vibrar membranas, cuerdas, cañas que suenan en timbres y tiempos y ritmos que nos emocionan o nos hacen bailar, cantar, imaginar. Un sonido que es, también y en el mejor de los casos, belleza.

Supongo que había música esa mañana sonando por los altavoces del supermercado donde compraba mi madre, música que salpicaba los paquetes de jamón de york, los melones chilenos y las naranjas sudafricanas. Y los tulipanes.

Música de supermercado, también a euro el manojo, Pepe, bisabuelo. No me mires así. No hemos sabido hacerlo de otra manera.

Como con los tulipanes.