Tulipa gesneriana

Mi madre ha comprado dos manojos de tulipanes en el Lidl. Estaban de oferta, ha dicho. Manojo, ha dicho, sí, también. A un euro cada uno, cada manojo. Los tulipanes, rojos y amarillos, destacan ahora en el florero sobre el mueble del salón como esos peces de las peceras redondas de la infancia. Detrás del jarrón está mi bisabuelo, en el color sepia de las fotos de los bisabuelos, con los labios gruesos y los ojos tristones, muy parecidos a los que veo cada mañana en el espejo. El pelo ondulado no consiguió el salto genético y quedó ahí, varado en el tiempo de los retratos antiguos.

Leí en algún lugar que, en el siglo XVII, hubo una burbuja del comercio de los tulipanes en los Países Bajos. Una de las primeras crisis del capitalismo financiero, la tulipomanía (el turbotulipanismo, diríamos ahora). Lo leí y no entendí nada, porque carezco de conceptos básicos —y del mínimo interés— respecto a la economía financiera. Pero veo los tulipanes del Lidl, a un euro el manojo, y pienso que todo es, de algún modo, cíclico: las burbujas, los tulipanes, los labios y las bolsas de los párpados.

La genética de los tulipanes está trucada. Son el fruto, bueno, la flor, de cientos de entrecruzamientos interespecíficos, hibridaciones, recombinaciones. Son flores domesticadas, bellas como lo es una huerta, como una arquitectura clásica sobre una colina romana, como un perro dálmata o una cuerda de acero afinada en La menor. Son naturaleza forzada por la mano humana, cuando nos da por la belleza; plantas industrializadas, condenadas a generar flores exageradas en su perfección y sus colores, saturados, homogéneos, sin mancha. Son una mentira bien contada, de las que se usan para hacernos sentir mejor.

Mi bisabuelo, el del cuadro, era músico. Tocaba el trombón, eso me cuenta siempre mi padre. Tenía una banda de música antes de la guerra civil. Después solo le dejaron tener una posguerra que le duró ya para siempre. La música —pienso— también es la mentira del sonido. Un sonido domesticado, humanizado. Un ruido híbrido, recombinante, producido por extraños artilugios que dominan algunas personas entrenadas durante horas y que hacen vibrar membranas, cuerdas, cañas que suenan en timbres y tiempos y ritmos que nos emocionan o nos hacen bailar, cantar, imaginar. Un sonido que es, también y en el mejor de los casos, belleza.

Supongo que había música esa mañana sonando por los altavoces del supermercado donde compraba mi madre, música que salpicaba los paquetes de jamón de york, los melones chilenos y las naranjas sudafricanas. Y los tulipanes.

Música de supermercado, también a euro el manojo, Pepe, bisabuelo. No me mires así. No hemos sabido hacerlo de otra manera.

Como con los tulipanes.

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