Mantener un adecuado estado de salud decadente.
Considerar seriamente la posibilidad de que todo esto que me pasa no sea vejez, sino una adolescencia tardía, mal llevada.
Buscar la forma de caer bien a los que ya les caigo bien. Encontrarla.
Ir en bici a todas partes a las que se puede ir en bici. Evitar el trayecto comedor-dormitorio (por las escaleras).
Aprender, por fin, que no todo se puede aprender (y enseñarlo).
Leer los libros que tengo mientras leo los libros que voy a ir comprando.
Desarrollar un algoritmo que prediga lo que no necesito en absoluto (no incluir los libros).
Establecer definitivamente el mapa de mis decepciones y cerrar esas fronteras con concertinas y personal armado.
Leer más a Amador y menos a Fernando.
Ver el telediario sin sonido y aprenderme la gestualidad de los hombres del tiempo.
Buscar una alternativa a la expresión “hombre del tiempo”: diseñar un lenguaje inclusivo (por defecto), una especie de “esperantx”, que no me obligue a sospechar, cuando digo “todos ” o “todas” o “todxs” o “tod@s”, que soy un criminal (o criminala).
Que se pueda pedir hora para el médico sin pensar en la Teoría de la Relatividad.
Asistir a la dimisión de todos los que saben que no saben lo que hacen allí donde lo hacen.
Seguir pensando que la justicia es mejor que los milagros, a pesar de que la lotería le toque a un inmigrante que llegó en patera y que trabaja en un matadero por una miseria de sueldo. O precisamente por eso.
Vivir por vivir (vivir al cuadrado).
No comprar. Salvo los lujos imprescindibles.
Cuidar lo que poseo, es decir, la capacidad de cuidar.
Creer (otra vez) en la posibilidad de la semana que viene.
Y no procrastinar (no tanto, a partir de mañana).