He acabado ya el café con hielo que he pedido como excusa para sentarme un rato en el interior de la cafetería y leer o escribir un poco mientras espero que L. termine su visita al dentista. Suena la típica canción –actual– saturada de autotunes y ritmo latino. No sé quién la canta. Podría abrir shazam pero (1) ¿para qué? y (2) quedaría grabado a fuego –de electrones– en mi perfil social: luego Papá Big Data me bombardeará con canciones similares, al menos tan malas como ésta, con entradas para sus conciertos, con «si te gusta X te gustará Y». Algún periodista musical que admiro me afeará la conducta, mi falta de sensibilidad, y mencionará –siempre lo hace– «Música de Mierda» de Carl Wilson. Hay que esconderse, pienso, pasar desapercibido, no ceder a la tentación de tratar de averiguar algo sobre esta canción o mencionarla en un tuit o un post. Que no se sepa ni siquiera que huyo de ella. La cosa está fea en las redes ¿sociales?
La siguiente canción es peor aún: miro al camarero y sé que es su playlist como sé que su tatuaje es su tatuaje. Sonrío mientras le pago el café y abandono la cafetería disimulando, aunque no sé exactamente qué disimulo. Creo que se ha dado cuenta de que escribo –de que escribo a mano–.
#malostiempos, tuiteo en el móvil. Supongo que creerán que hablo de política.
No hay bancos, en la calle, para sentarse.