19/04/20
Hoy he soñado que salía a correr.
Si, ya sé, quien cuenta un sueño pierde un lector. Pero me lo puedo permitir: esto es un D’n’D íntimo. Y, peor: nunca me releo (si lo hiciera no escribiría: nunca estoy a mi altura).
He soñado que salía a correr —supongo, quizá, porque los sábados por la mañana, cuando no trabajo, salgo a correr— y, al rato de estar corriendo (la sensación era que estaba lejos de donde quiera que había empezado a correr, que había pasado tiempo), la gente con la que me cruzaba me increpaba, me llamaba la atención, me miraba mal. En el sueño yo, realmente, me había equivocado, o tenía la sensación de haberme equivocado, de tener la culpa; estaba avergonzado de mi error. Me acusaban con razón. Aún no era el día, en mi sueño, no era el día autorizado para poder volver a correr por la calle. (Ni tampoco en La Realidad: Fernando Simón no sabe las pesadillas que puede estar causando, a su pesar y en su ignorancia de estas levísimas consecuencias oníricas).
Pero lo malo del sueño, su característica limítrofe con la pesadilla, es que era la gente, las personas que estaban por la calle (para mí autorizadas a estarlo, a pasear, en el sueño, jamás desautorizaría yo a nadie, ni en sueños), es decir, todo el mundo, quien me llamaba la atención. No era la policía, insisto, eran las personas que iban por la calle.
[El formato del sueño, para que se sitúe el improbable lector, era un plano medio en leve contrapicado y el color y el tono un poco como en la película de “La invasión de los ladrones de cuerpos”, no la de 1956, sino la de 1978. Algo más que levemente inquietante, por tanto. Y Sutherland no salía. En el sueño, digo]
He identificado a uno de ellos. Uno de los que me reñía. Me refiero a que le pongo cara, no a que sé quien es. Es una persona soñada pero con cara. Es un hombre grande, algo grueso, mal (poco) afeitado, mofletes, con una considerable papada y generosas bolsas bajo unos ojos saltones. Unos ojos como los de Paul Auster pero un Paul Auster alcoholizado tras una muy mala noche, una mirada agresiva, denunciante, si existe la mirada denunciante. Lo describo por si podéis reconocerlo, por ahí, por si aparece en vuestros sueños. Es posible que alguien (¿el gobierno?) haya puesto a policías secretos, en los sueños, a vigilar nuestro deseo (insomne) de romper la cuarentena.
Aquí, inaugurando la conspiración de los fake-dreams, también.
El hombre, este hombre, iba con su familia. A lo suyo, hasta que mi ilegal carrera los ha alterado, ha roto su paz de familia, su orden de familia, su silencio tan familiar. No los conozco de nada, pero los sueños son así: sabes que son una familia porque el sueño mantiene esa condición innegociable de verosimilitud (como la buena literatura) donde sabes y sientes cosas tal y como el sueño las dicta, las guioniza. Yo me he detenido a hablar con él o, más bien, a recibir su recriminación que, más que una áspera bronca, era un “pero no te has parado a pensar que con tu estupidez, tu irresponsabilidad, estás poniendo en peligro lo que tanto nos ha costado conseguir a todos”.
Yo, a este hombre, sobre todo, le estaba decepcionando, como si esperara más de mí. Él sabía que yo también espero, siempre, más de mí. Y que nunca me entero de nada, al menos de nada importante. Los dos, allí, en medio de la calle. Con un silencio incómodo, incluso para ser un sueño.
[Porque en los sueños se lee muy bien el subtexto.]
Luego —todavía en el sueño, no desesperemos— me he vuelto andando a donde y desde donde sea que haya vuelto, porque no reconozco por dónde iba corriendo incialmente. Era un lugar amplio y llano, de calles anchas. Me recuerda —ahora, según lo reconstruyo— a la zona de la Universidad Politécnica de Valencia. A saber por qué. (Mis sueños son —creo— de bajo presupuesto, el director antes se dedicaba a hacer clips de publicidad de productos de limpieza, me aseguran, en sueños. Yo, si pudiera, les pondría, al menos música de Sufjan Stevens o algo así, que no queden tan sosos, tan mal acabados).
L dice que me llevo todo el edredón a mi lado y que ha pasado la noche helada.
“Y yo siendo insultado por la multitud”, le digo. Y no parece sorprendida, en absoluto.
Tenía los ojos de Paul Auster.
Pero en gordo y alcoholizado, recordad.
Just in case.