18/04/20
Parece que empieza el despegue, la descompresión, las “fases”, sean lo que sean esas “fases”, pienso, yendo en bici de nuevo al trabajo. Hay bastante más tráfico que estos días atrás y, en el puente que cruza el Reguerón, veo lo que queda de un erizo atropellado, en mitad del asfalto, como un peluche de púas ya inservibles.
Comienza el desconfinamiento, la vuelta a la (nueva) normalidad [ver (o no) capítulo anterior] y todos, de nuevo, tenemos una idea —La Idea— sobre cómo hay que hacerlo (bien). Todos tenemos ese corazón-Mourinho que sabe cómo hay que afrontar el partido, aunque solo conozcamos el juego (como tantas cosas) superficialmente, desde un ángulo, en tribuna, en el gol sur o a este lado de la pantalla. Aunque no seamos, ni de lejos, Mourinho. La abundancia de información nos ha dado pie a creer que, porque conocemos el grip de los neumaticos semiblandos —¿o eran semiduros?— y el spin de la bola en el drive y los milibares de las isobaras, somos Alonso, Nadal y Brasero, respectiva e ilusoriamente.
Y luego está la OMS, y las (otras) instituciones, en las que no creemos porque claro —¿quién hay ahí?/¿hay alguien ahí?—, no saben nada, fíjate, las consecuencias los delatan, vagos, mamandurrias, funcionarios, apesebrados, incompetentes (y tantos otros malos adjetivos y epítetos y memes y etcéteras). Los expertos solo saben equivocarse pero aparentando estar absolutamente convencidos de estar en lo cierto, pensamos, como expertos que somos en todo.
Es, tal vez, un fracaso de lo teológico.
Ya no creemos. No confiamos en las recetas salvíficas, no creemos en el Apocalipsis aunque tengamos el olor a azufre en las narices. Decimos “más ciencia” y queremos decir “que nos salven esos que dicen que lo saben todo” con la misma intensidad con la que no nos podemos creer (de tanto que creemos) que no haya wifi en el avión o que no hayan inventado ya, al menos, una energía limpia y gratis y para siempre o la vacuna del SIDA. ¿A qué esperan? La nuestra es una Fe de (e)ratas, de las que saltan del barco, apenas huele a tormenta (y sin salir del puerto).
Teníamos fe, decía.
(Y yo tenía un diario —un D’n’D— y ahora parece que estoy escribiendo una “Carta al Director” de un periódico de provincias, como hacía mi abuelo y con el mismo tono de queja; me hago viejo y me hago quejoso).
Teníamos fe en la inteligencia colectiva, en La Ciencia, en La Medicina, en los Modelos Predictivos, en lo virtual, en la ciberseguridad y la propiedad de nuestros datos, en El Mercado, en El Mercado Regulado, en el Estado del Bienestar. Teníamos fe en Bill y Melinda Gates. Teníamos fe en la suerte. Teníamos fe en que alguien contaría con nosotros para este partido.
Pero La Realidad (con su gesto hosco que repite Mourinho, como un espejo) nos ha dejado calentando banquillo, sin salir a jugar. Y nadie, tampoco, nos pregunta quién tiene que salir por la banda, pegado a la línea de cal, porque no somos del “cuerpo técnico”, porque solo somos cuerpos, sin apellido.
Teníamos una fantasía.
Creíamos que la información nos hacía más listos, que conocíamos mejor, más íntimamente las cosas. Creíamos, como el erizo, que un escudo invulnerable, la superficie, lo superficial, algo vagamente ajeno a nosotros como esas púas pegadas al asfalto, nos protegería.
Estábamos, como tantas veces, como casi siempre, perdidos (que no es lo mismo que equivocados). Estábamos andando a tientas como andaban en Lost antes de saber El Final. Tomando —virtualmente—decisiones basadas en información sesgada, confusa, incluso algo alucinatoria.
En (la) realidad, no confiamos. Levantemos nuestros corazones, etc.
Quizá es porque, de La Realidad, solo vemos una realidad editada. Nos faltan cosas. Y las elipsis las rellenamos como podemos. Como en la encefalopatía alcohólica (eso de Korsakoff), esos agujeros como burbujas de vino hervido, en el cerebro, rellenos de cualquier cosa. Nos sobran agujeros, nos falta conocimiento (más: sabiduría, la de saber estar, pero también y sobre todo la de saber ser).
Y, la siguiente semana, esta semana, volveremos a tomar (más) decisiones, a que las tomen por nosotros, a que nos señalen los cursos de acción, las líneas rojas (o las azules).
Y nuestro Mourinho interior, ahí, con ese gesto, quejándose de todo y diciéndonos cómo hay que jugar —realmente— esta crisis. Ese ruido. Esas púas.
Habrá que invocar a Aragonés. Sacad la ouija. Ya.