
21/04/20
Quirófano, por la mañana.
Actividad, por fin, profesional. Se echa de menos practicar eso para lo que uno lleva toda la vida practicando. Al menos hoy, al menos un día a la semana, aprendiendo de las heridas, otra vez.
El quirófano hoy va lento, como si todos estuviéramos un poco oxidados (todos estamos un poco oxidados). Los protocolos se han complicado y los pacientes tienen que ser testados, valorados y revalorados, no sea qué, no vaya a ser, porque esto es que está por todas partes. Las medidas de protección para el personal también han aumentado.
Todo esto lo denominamos “minimizar el error beta (o tipo II)”. Y cuesta mucho tiempo. Y dinero, estoy seguro.
Una vez más, todo sale bien, es decir, hacemos un daño lo más controlado posible para conseguir un bien lo menos improbable posible. Hablo con los familiares, reviso la consulta del día siguiente, hablo por teléfono con varios pacientes, pido sus pruebas, reajusto su agenda de controles habituales, tan desorganizada —desastrada (que diría mi madre) como una habitación donde hubiera entrado a vivir un niño revoltoso— por El Virus. Hablo con la enfermera de la consulta. Decido irme a organizar la agenda de quirófano. Me cruzo con M, la chica que limpia la planta de hospitalización, día tras día, hoy, más que nunca, más veces que nunca, y que me obliga a pisar por un lado del pasillo que acaba de fregar, otra vez. Nos saludamos con los ojos (porque el resto es todo mascarilla) irritados de lejía. En un despacho vacío donde solía haber un montón de compañeros tomando café y criticando a los compañeros ausentes ordeno papeles que contienen, en realidad, pacientes pendientes de intervenir cuando sea que se puedan intervenir de forma segura. Papeles que contienen multitudes, como Dylan, como Whitman, pero peor, mucho peor. Termino el papeleo y me cambio en la taquilla del vestuario de quirófano. Bajo por la escalera a por la bici.
A la vuelta, el trayecto de siempre (transítese en detalle, si se precisa, por capítulos anteriores).
Los días así, transcurren circulares —es decir: no—, dando la vuelta a su propia rutina, el burro atado a la noria, etc. Los días, así, dan esta sensación de encierro, aunque yo me intento convencer de que sigo haciendo prácticamente lo mismo de siempre. Lo mismo excepto ir al cine los lunes y los jueves, a ver la VO en los Centrofama, o a la Filmoteca cualquier otro día (el abono se ha quedado a medio gastar, números que se diluyen, se apagan, pendientes de ser rodeados por el bolígrafo de la mujer que atiende la taquilla); haciendo lo de siempre, digo, excepto correr por el monte, senda de las columnas arriba y abajo, salvo rebuscar en las librerías como un cazador solitario (el corazón es, etc.) o sentarme en el patio renacentista de La Merced, solo por admirarlo, una vez más o buscar el mujol o el sanpedro perfecto en Verónicas, tomarme un Vermú en Las Mulas (ese bar que le daría nombre a lo contrario de lo que sea “hipster”) y decidir otra vez si en esta ocasión con o sin soda; estos días donde sigo haciendo lo mismo, insisto, excepto darme una vuelta en bici por el barrio y fantasear con todas esas casas en venta que no pienso comprar, aunque estaría bien, quizá, quitándole esa balaustrada, pintándola toda de azul o, mejor aún, si no fuera tan cara, esos días en que no puedo visitar a la familia, en Valencia y correr por el parque del río, de amanecida, un costa-a-costa (desde casa hasta el Oceanográfico y desde allí hasta la comisaría de El Sol, en el otro extremo y de nuevo a casa) y caminar por Ruzafa y entrar en Bartleby o en Railowsky y hablar con JP antes de ir a la Malva a ver al sobrino (A) y reírme y recordar mientras habla y habla y paseamos perfectamente paralelos a la línea del horizonte, junto a un mar enorme y viejo y llevarme, de vuelta, un Tupper lleno de albóndigas de bacalao (de mi madre, sí, ese tópico) y ensayar, los viernes, o los domingos, o cuando apetezca, con La Momia e intentar, una vez más, que nos salga esa versión de esa versión de esa versión de James Taylor porque, en invierno, primavera, etc. you’ve got a friend y escuchar entre semana, cualquier tarde, cualquier noche, a esos músicos enormes (como F o J) que se dejan caer por bares demasiado pequeños para su talento y, cualquier fin de semana de estos que no llegan nunca en este tiempo circular que no circula, beberme, sí, en casa, el cava que nos regaló Fç pero en unas condiciones de dignidad suficiente para ese cava y, luego, algo más borrachos y menos dignos, pensar en comprar de nuevo el abono del Festival de Cine de San Sebastián donde lo pasamos tan bien —pero tan corto— con R y, añadir, quizá, este año sí, la transpirenaica en bici (V ya lo está mirando, hace meses) o tal vez no, pero poder pensar en ello, planificarlo, como se planifica lo que puede ser, lo que podría ser, la diferencia entre imaginar y fantasear y entre el buen cava y todo lo demás.
Estos días donde puedo hacer lo de siempre, cualquier cosa excepto salir del círculo vírico y virtuoso de lo excepcional. Todo menos salir de la noria, de esta noria cutre como de bajo presupuesto, una noria triste y tonta que no te permite ni siquiera reírte del ridículo de subirte a la noria.
Estos días para imaginar hacer lo mismo, lo de siempre, o sea: vivir.
Otra vez.