
24/04/20
Es viernes y me acuerdo perfectamente, según llego a casa y me descalzo y me quito la mascarilla y pongo spray con lejía por las distintas superficies de la compra que acabo de hacer después del trabajo, me acuerdo, decía antes de tanta lejía, de haber predicho hace un mes que hoy acabaría el confinamiento. Es viernes y recuerdo cómo me equivoco tanto, tantas veces.
La consulta ha transcurrido sin sobresaltos. Las salas de espera están vacías estas últimas semanas gracias a las teleconsultas y a la reprogramación de actividad (reprogramar es una palabra-talismán o, mejor, una palabra-nicho que sirve para decir “dejadlo para más tarde”). Confinamiento más procrastrinación, esa fórmula antivírica generalizada, como la lejía.
Llego a casa envuelto en nostalgia (una nostalgia de lo reciente, de lo de hace tan poco, una cuasinostalgia o posnostalgia o covidalgia) y lejía y miro la estantería, repleta de libros de tamaños y colores diversos, apilados en dos filas y recuerdo, también, que ayer fue el día del ídem y me/nos —en serio, familia, lo hago también por vosotros— regalé varios que aún no han llegado. Alimentos esenciales que traerán desde librerías de las de verdad —ya sé cómo hacerlo sin Amazón, gracias @jorgecarrion, una vez más—. [Pongo aquí un par de sitios, por si cae, cualquier día de estos, que también hay (muchos) libros más allá del día del libro: libelista, librostraperos.
Pero, sí, tengo demasiados libros.
Y sí, no debería comprar ni uno más. Ni uno. En serio.
Y sí, por supuesto que no he leído todos los libros que tengo, y por supuesto que no podré llegar a leer todos los libros que tengo. No sé por qué compro, compré y compraré tantos libros.
Soy un libralcohólic anónimo.
Mi biblioteca engrosará algún día todas esas librerías de viejo donde siempre nos preguntamos ¿quién leería, quién compraría este libro alguna vez? Qué mal gusto o qué gusto tan raro o que obsesión con C o con D o con F, con F, con F, sobre todo con F. Libros incluso repetidos, duplicados como greguerías que no recuerdas y caes, de nuevo, en ellas, cualquier día y te deslumbran y te las traes, otra vez, a casa creyendo que es la primera vez. Muchos libros que serán, algún día y en el mejor de los casos, en el mejor de los futuros posibles para ellos —los libros— y para los que vengan —los lectores, los lectoescritores, los videoneoluditas—, vendidos a muy bajo precio; libros llenos de subrayados, anotaciones y notas marginales, muy marginales, afeando libros ya marginados para siempre.
Tengo, en esa estantería y en otras y tirados en mesas y mesillas y rincones, libros comprados en librerías estupendas, en librerías míticas, míticas de mitos particulares, de mitos de andar por casa, de esos que deberían contar con campañas de «apadrina un mito». Y también comprados en las demás, en librerías nada míticas pero muy prácticas, de centros comerciales, de cadenas libreras (cadenas de librerías, pienso, librerías encadenadas, condenadas a trabajos forzosos a bestselear al ritmo de la percusión del bombo del mercado).
Veo, en la estantería, el “Animal Farm” de Shakespeare & Co, veo el lomo de uno de Chomsky y otro de Lorri Moore, los que tienen el sello (¡y marcapáginas!) de Tattered Cover, Denver, Colorado (¡gracias JG!); tengo también, cuidadosamente perdidos entre todos los demás, varios libros con el sello de Railowsky (Valencia) y un par de la librería Gil (Santander) y de la librería Cervantes (Oviedo). Tengo por ahí, quién sabe dónde es «ahí», “Contemplación”, de Kafka, que compró R en ¿Palác knih Luxor? y me regaló, cuando volvió de Praga, envuelto en una bolsa de papel casi tan bonita como el libro. Tengo varios de Ramón adquiridos en la cuesta de Moyano, porque, qué menos, Madrid, que tener siempre a disposición a Ramón, que te puso vanguardista y tertuliada y te mantuvo cerca y a distancia, después, tantos años. Está el “Cómo ser perfecto” —en edición bilingüe— de Ron Padgett que tanto me costó encontrar hasta que entré en La Central de Barcelona, la de la calle Mallorca, después de salir de Altair y de regalarle “Seda” de Baricco a R, aunque no se gustaron, el libro y ella, lástima: otro error de cálculo como el de cuándo acabará la cuarentena. Hay también unos cuantos de La Central pero de la del Museo Reina Sofía de Madrid (uno muy raro, sobre fiestas raras ¿encuadernado? con gusanillo y otro sobre cómo cuidar que se llama así “Los cuidados”, libros de títulos literales y no literarios, libros de paso para llegar a otros libros). Tengo uno sobre una mesilla con ruedas, siempre está allí (no sé por qué le gusta tanto ese rincón), adquirido en una sala de exposiciones de Birmingham —Ikon Gallery— (id, si podéis, id), de su librería temática sobre arte (y filosofía y otras cosas), una librería pequeña y perfecta, como toda la galería, un libro lleno de colores, fotos y tipografías diversas (y de buenas ideas para llevar en el bolsillo): “Is capitalism working?” se llama. Quizá se esconde ahí, en ese rincón de la mesilla, porque le da un poco de vergüenza ser tan llamativo, tan divulgativo, él, aunque es un buen libro, un libro honesto que apenas cuesta dos pintas leérselo en Birmingham, mientras llueve fuera del pub, incesantemente, y piensas —ahora, no en aquel pub— que el capitalismo es como otra cuarentena, la definitiva, palabra de wannabe Peaky Fucking Blinder.
Los libros con el sello de la librería son, para algunos, como niños, como bebés a los que les hubieran estampado el tampón del registro civil en la frente. Pero para mí no sólo no pierden belleza ni integridad sino que adquieren una memoria extendida, un vínculo, una marca de nacimiento que puedes mirar una y otra vez. Libros tatuados, de algún modo, de ese modo tan cuidadoso con el que lo hacen los libreros cuando se lo pides y te preguntan dónde ponen el sello, si va bien aquí, en la segunda página, junto al título. Me pasa también con los cines y las películas (me pasaba, cuando había más de un cine en cada ciudad). Yo recuerdo dónde (y cuándo) vi “Senderos de Gloria” (en un Renoir, en Madrid) y todas aquellas de Fassbinder y de Rohmer (en el Acteón, Gran Vía Marqués del Turia, Valencia). Y los sellos, en los libros, me ayudan a lo mismo, a saber de dónde vienen, quién los escogió por primera vez, quién los dispuso, ordenados o no, atractivos o amontonados, quién los recomienda, quién se libra de ellos o los libera a ellos. Quién los ha tatuado.
Todos esos libros sin leer, esperando, esperándome, como en un bolero, algunos también con mi nombre tatuado, mi ex libris, sobreviviéndome, cuando yo sea su ex hominis. Libros, digo, con mi ex libris, sí, ese de la foto, el que me regaló R, la otra R, la que vive cerca de la París-Valencia del carrer Pelai, donde también he revuelto tantos y tantos libros, desde hace tanto, desde niño (de ahí vino, por cierto, el segundo “Ecuador”, de Benjamín Prado, el que compré cuando perdí, prestándoselo a alguien, seguro, el primero).
Toda esa gente, libreros como bartenders, como dealers, alimentando mi libralcoholismo, alimentando esa futura librería —random, pero tan random, que dice R— de viejo, cuando yo ya ni siquiera lo sea, cuando me pase de viejo.
Leed con cuidado. A mí algunos libros que parecían tan amables, tan tranquilos, me han hecho mucho daño.
A mí, a su criatura Frankenstein, hecha de sus fragmentos.