
Los ficus y, por inclusión, las higueras (ficus carica), se reproducen gracias a que ciertas avispas evolucionaron con ellos/ellas, con un éxito biológico evidente, permitiendo que ambas especies —cada especie de ficus y cada especie de avispa, grosso modo— prosperen con un sofisticado mecanismo interespecífico conocido como mutualismo ( e intersexual: la higuera, al parecer, es macho o hermafrodita, depende, no me pregunten). Para más detalles, wikipedia, o mejor aún aquí.
Lo mutuo nos construye y nos alimenta, también a nosotros, los humanos que no somos higueras pero venimos del hummus, de la tierra. Los aguijones de otros, las necesidades —claro, mutuas—, los atractivos mutuos, nos socializan, nos mutualizan. Nos permiten vivir o sobrevivir a las circunstancias.
El adjetivo “mutuo” viene del latín mutuus que significa cambiar: de ahí también mudarse y sobre todo, ahora, mutación: eso que hace el virus cambiando para que nada cambie, en un ejercicio de gatopardismo biológico muy eficaz). Así lo mutuo, el mutualismo, es un intercambio. Ambos individuos de la ecuación cambian (a la vez o, mejor, acompasadamente) e intercambian: capacidades, funciones, recursos, habilidades, materiales, dinero, amor, odio. Mutuamente nos queremos, nos enemistamos, nos ayudamos, nos entorpecemos. Nos cuidamos mutuamente o, solos, perecemos.
Las higueras pasan por ser uno de los árboles más precozmente domesticados por la especie humana, acompañándonos desde hace miles de años como alimento y también como mitología. Hemos incorporado estos árboles a los relatos que también nos alimentan, como la realidad y la ficción, mutuamente. Los hemos estudiado, clasificado, cultivado, transportado, admirado. Una enorme cantidad de especies del mismo género viven junto a nosotros, aunque resulte difícil considerar hermanas una higuera en Formentera y un ficus gigante que decora un jardín monumental de cualquier ciudad mediterránea. Hay hasta humildes higueras que se salvan por los pelos (y por un cierto grado de indignación ciudadana) de ser taladas en el patio de una cárcel que recuerda un tiempo donde nos matábamos eficaz y, también, mutuamente.
En mi jardín, los ficus se reproducen sin ninguna ayuda por nuestra parte. Aparecen en macetas vacías, en el espacio de tierra que separa dos plantas en una jardinera, en una grieta entre piedras o en una fisura del plástico del césped artificial. Desde hace años, una higuera que hemos visto crecer desde que medía un palmo da frutos (estupendos frutos que no son exactamente frutos, si os habéis tomado la molestia de leer la wikipedia) en la rambla que delimita el edificio por su cara oeste.
Hoy llueve y las hojas de los ficus lucen como zapatos bien cuidados. Las miro y, de alguna forma, las leo a la vez que leo los periódicos del domingo, llenos de palabras de hombres solitarios, amenazándose, discutiendo, afirmándose: líderes del mundo, de sus países, de sus partidos, de sus deportes.
Pero hoy, estos días, brillan más las hojas de los ficus, el triunfo de lo mutuo, de lo cooperativo, del cambio de función, de la adaptación generosa que cuida y nutre. De las inteligencias y los gestos compartidos.
Brillan, aunque de higos a brevas.