
A mí ya me parecía mucho llamarlas «poinsettias» (en casa somos muy de nombrar a las plantas por su nombre y de pronunciar la doble t). También sabía –con la obesidad informativa que a todos nos nutre de algún modo u otro– que las «flores» de la «flor de Pascua» (que es como todo el mundo en este lado del mundo las conoce) no son tales sino brácteas que rodean la inflorescencia. Cómo no saber esto si mi vecina es profesora de botánica. [Otro día igual escribo algo sobre lo que me cuenta de los magnolios –que no los ficus– y la importancia de que nos fascinen a la mínima curiosidad que podamos tener.] El caso es que –en casa esto no lo sabíamos; siempre hay una mancha intelectual en las mejores familias– llamamos poinsettias a las poinsettias por un Joel Roberts Poinsett, primer embajador estadounidense en México, quien la introdujo en su Estados Unidos en 1825 (Wikipedia, por supuesto). Así que, en un estupendo caso de doble loop de colonización anglófona, resulta que llamamos por el nombre de un embajador estadounidense a una planta que es originaria México, donde la llaman –en los últimos 4 o 5 siglos– «flor de Nochebuena». Los mexicas, con mucho mejor criterio, la llamaban previamente –en su lengua náhuatl– cuetlaxóchitl («Flor que se marchita»), término que proviene de la unión de otros dos: cuetlahui, marchitar, y xochitl, flor (más Wikipedia). Nuestros antepasados la «descubrieron» allí, decidieron que quedaba muy mona en las (sus) iglesias en Nochebuena y la introdujeron en Europa en 1678 (fin del wikipedismo).
Pero los que tenían más habilidad descriptivo-nominal eran, claramente, los mexicas, es decir, los aztecas. Mucho más incluso que Linneo –sin menospreciar la (en)ciclópea labor designativa que acompaña a su taxonomía– que la llamó Euphorbia pulcherrima. Porque la cuetlaxóchitl, como su nombre azteca ya indicaba y Poinsett seguro que calló en su export-import bussiness, se marchita al poco de terminar las fiestas. Sus rojas brácteas que tan bien maridan con la decoración (china) del árbol, con las diminutas esferas rojas del acebo (de invernadero) y las cintas de tela (escocesa) suelen entrar en huelga de hojas caídas a las pocas semanas y toda la planta queda reducida a unas tristes ramas de un verde pálido y mortecino para cuando acaban las rebajas. Un esfuerzo titánico que combina luz, riego y poda adecuada puede pretender mantenerlas vivas hasta la siguiente Navidad aunque lo común es que esto resulte ineficaz y, en algún momento, el esqueleto vegetal acabe arrumbado y, poco más tarde, en la basura.
El año pasado, al terminar una de estas Navidades aún más raras que cuando fuimos normales (no lo fuimos nunca, ya sabemos; no lo seremos jamás, ya lo sabremos), plantamos sin ninguna esperanza botánica una de ellas (que había resistido estoicamente junto al abeto de plástico y las luces led intermitentes) en una jardinera, al exterior, junto al alcornoque que gigantea en –okupa, más bien– la esquina de nuestro exiguo jardín. Sin cuidados específicos salvo la visita de algún mirlo y la compañía de unas margaritas. Sin más luz que la que asegura la orientación meridional del jardín. Sin control de temperatura excepto por la benignidad del clima local. Sin otro cuidado que la ausencia de intervención humana.
Y aquí está, ha estado todo este tiempo, un año entero, combinando de nuevo el rojo y el verde intenso. Como una verdadera azteca. Hermosa. Libre de civilización.