Ficus carica.

Los ficus y, por inclusión, las higueras (ficus carica), se reproducen gracias a que ciertas avispas evolucionaron con ellos/ellas, con un éxito biológico evidente, permitiendo que ambas especies —cada especie de ficus y cada especie de avispa, grosso modo— prosperen con un sofisticado mecanismo interespecífico conocido como mutualismo ( e intersexual: la higuera, al parecer, es macho o hermafrodita, depende, no me pregunten). Para más detalles, wikipedia, o mejor aún aquí.

Lo mutuo nos construye y nos alimenta, también a nosotros, los humanos que no somos higueras pero venimos del hummus, de la tierra. Los aguijones de otros, las necesidades —claro, mutuas—, los atractivos mutuos, nos socializan, nos mutualizan. Nos permiten vivir o sobrevivir a las circunstancias.

El adjetivo “mutuo” viene del latín mutuus que significa cambiar: de ahí también mudarse y sobre todo, ahora, mutación: eso que hace el virus cambiando para que nada cambie, en un ejercicio de gatopardismo biológico muy eficaz). Así lo mutuo, el mutualismo, es un intercambio. Ambos individuos de la ecuación cambian (a la vez o, mejor, acompasadamente) e intercambian: capacidades, funciones, recursos, habilidades, materiales, dinero, amor, odio. Mutuamente nos queremos, nos enemistamos, nos ayudamos, nos entorpecemos. Nos cuidamos mutuamente o, solos, perecemos.

Las higueras pasan por ser uno de los árboles más precozmente domesticados por la especie humana, acompañándonos desde hace miles de años como alimento y también como mitología. Hemos incorporado estos árboles a los relatos que también nos alimentan, como la realidad y la ficción, mutuamente. Los hemos estudiado, clasificado, cultivado, transportado, admirado. Una enorme cantidad de especies del mismo género viven junto a nosotros, aunque resulte difícil considerar hermanas una higuera en Formentera y un ficus gigante que decora un jardín monumental de cualquier ciudad mediterránea. Hay hasta humildes higueras que se salvan por los pelos (y por un cierto grado de indignación ciudadana) de ser taladas en el patio de una cárcel que recuerda un tiempo donde nos matábamos eficaz y, también, mutuamente.

En mi jardín, los ficus se reproducen sin ninguna ayuda por nuestra parte. Aparecen en macetas vacías, en el espacio de tierra que separa dos plantas en una jardinera, en una grieta entre piedras o en una fisura del plástico del césped artificial. Desde hace años, una higuera que hemos visto crecer desde que medía un palmo da frutos (estupendos frutos que no son exactamente frutos, si os habéis tomado la molestia de leer la wikipedia) en la rambla que delimita el edificio por su cara oeste.

Hoy llueve y las hojas de los ficus lucen como zapatos bien cuidados. Las miro y, de alguna forma, las leo a la vez que leo los periódicos del domingo, llenos de palabras de hombres solitarios, amenazándose, discutiendo, afirmándose: líderes del mundo, de sus países, de sus partidos, de sus deportes.

Pero hoy, estos días, brillan más las hojas de los ficus, el triunfo de lo mutuo, de lo cooperativo, del cambio de función, de la adaptación generosa que cuida y nutre. De las inteligencias y los gestos compartidos.

Brillan, aunque de higos a brevas.

Euphorbia pulcherrima

A mí ya me parecía mucho llamarlas «poinsettias» (en casa somos muy de nombrar a las plantas por su nombre y de pronunciar la doble t). También sabía –con la obesidad informativa que a todos nos nutre de algún modo u otro– que las «flores» de la «flor de Pascua» (que es como todo el mundo en este lado del mundo las conoce) no son tales sino brácteas que rodean la inflorescencia. Cómo no saber esto si mi vecina es profesora de botánica. [Otro día igual escribo algo sobre lo que me cuenta de los magnolios –que no los ficus– y la importancia de que nos fascinen a la mínima curiosidad que podamos tener.] El caso es que –en casa esto no lo sabíamos; siempre hay una mancha intelectual en las mejores familias– llamamos poinsettias a las poinsettias por un Joel Roberts Poinsett, primer embajador estadounidense en México, quien la introdujo en su Estados Unidos en 1825 (Wikipedia, por supuesto). Así que, en un estupendo caso de doble loop de colonización anglófona, resulta que llamamos por el nombre de un embajador estadounidense a una planta que es originaria México, donde la llaman –en los últimos 4 o 5 siglos– «flor de Nochebuena». Los mexicas, con mucho mejor criterio, la llamaban previamente –en su lengua náhuatlcuetlaxóchitl («Flor que se marchita»), término que proviene de la unión de otros dos: cuetlahui, marchitar, y xochitl, flor (más Wikipedia). Nuestros antepasados la «descubrieron» allí, decidieron que quedaba muy mona en las (sus) iglesias en Nochebuena y la introdujeron en Europa en 1678 (fin del wikipedismo).

Pero los que tenían más habilidad descriptivo-nominal eran, claramente, los mexicas, es decir, los aztecas. Mucho más incluso que Linneo –sin menospreciar la (en)ciclópea labor designativa que acompaña a su taxonomía– que la llamó Euphorbia pulcherrima. Porque la cuetlaxóchitl, como su nombre azteca ya indicaba y Poinsett seguro que calló en su export-import bussiness, se marchita al poco de terminar las fiestas. Sus rojas brácteas que tan bien maridan con la decoración (china) del árbol, con las diminutas esferas rojas del acebo (de invernadero) y las cintas de tela (escocesa) suelen entrar en huelga de hojas caídas a las pocas semanas y toda la planta queda reducida a unas tristes ramas de un verde pálido y mortecino para cuando acaban las rebajas. Un esfuerzo titánico que combina luz, riego y poda adecuada puede pretender mantenerlas vivas hasta la siguiente Navidad aunque lo común es que esto resulte ineficaz y, en algún momento, el esqueleto vegetal acabe arrumbado y, poco más tarde, en la basura.

El año pasado, al terminar una de estas Navidades aún más raras que cuando fuimos normales (no lo fuimos nunca, ya sabemos; no lo seremos jamás, ya lo sabremos), plantamos sin ninguna esperanza botánica una de ellas (que había resistido estoicamente junto al abeto de plástico y las luces led intermitentes) en una jardinera, al exterior, junto al alcornoque que gigantea en –okupa, más bien– la esquina de nuestro exiguo jardín. Sin cuidados específicos salvo la visita de algún mirlo y la compañía de unas margaritas. Sin más luz que la que asegura la orientación meridional del jardín. Sin control de temperatura excepto por la benignidad del clima local. Sin otro cuidado que la ausencia de intervención humana.

Y aquí está, ha estado todo este tiempo, un año entero, combinando de nuevo el rojo y el verde intenso. Como una verdadera azteca. Hermosa. Libre de civilización.

(Des)propósitos del año nuevo (2022)

Adoptar una nueva personalidad, criarla y dejar, después, que me abandone (y volver a adoptar una nueva personalidad).

Corregir de una vez la “Crítica de la Razón Pura” para que no haya más equívocos con ese panfleto escrito sin ton ni son.

Dejar de beber a deshoras. Arreglar el reloj.

Dejar de ver series inanes y buscar “inane” en el diccionario.

Fundar un gimnasio que te cobre solo si no vas y forrarme.

Fundar un cineclub para películas que se comentan solas.

Fundar un club de lectura con una sección “Yo me acuso…” donde poder confesar que no he podido acabar “El Principito”.

Inventar la trinchera portátil (quizá hinchable). Venderla en el Parlamento.

Inventar la trinchera permeable. Venderla en el Parlamento.

Aprender a nadar en aguas abiertas, por si los flujos de migración cambian de sentido.

Tomarme un día de asuntos propios para cuando el destino decida matarme.

Tomarme la calma con la necesaria calma.

Tomarme el tiempo necesario para que no sea necesario tanto tiempo.

Celebrar la injusticia en su justa medida.

Amar a distancia tanto como en presencia propia. Teleamar.

Transformar mi mirada sin necesidad de unas gafas nuevas.

No echar de menos lo que no se lo merece (y saber distinguirlo).

No buscar más el sentido de la vida (que siempre va en dirección contraria). Apreciar el sabor de este día, cada día.

Responder al instante, ya que ha llegado.

Ser dichoso sin decirlo.

Aprender a dar las gracias más a menudo, más adecuadamente, más efusivamente.

Hacerme compañía.

Decir menos “no sé por qué” y hacer menos lo que vino antes de esa frase.

Leer a Blanchot (no sé por qué).

Citar bien a Lévinas, cuando haga falta.

Tener siempre una frase de Walter Benjamin a mano para los viajes en ascensor. (Cuando voy solo).

No aburrir a la #gente. Ya tienen bastante con lo que son para aburrirles con lo que soy.

Inventar la vacuna mRNA del tiempo: que no impida que se transmita, pero que las consecuencias sean menos graves.

Seguir respirando un año más y saberlo apreciar.

Los virus

[En Julio 2018 dejé de escribir —es lo mío, ser un escritor Bartleby de los que describe Vila-Matas— un ensayito que se llamaba “Breve Historia de lo Breve”. Uno de sus capítulos se titulaba “Los virus”. Lo transcribo aquí porque me lo acabo de reencontrar navegando entre archivos y por su indudable interés histórico y cierto humor negro o, más bien, naive que ha adquirido con el paso de este último año].

La primera vez que me los presentaron adecuadamente, creo que en la Universidad, me di cuenta de todo su potencial. Son pequeños, extraordinariamente eficientes y están vivos. Aunque quizá de esto último pudiera haber alguna duda. No vamos, sin embargo, a entrar en la discusión de qué significa estar vivo. O sí, pero entre líneas.

Un virus es algo muy pequeño. Miden entre 30 y 300 nanómetros (10^-9 m), lo que significa que son unas 100 veces menores que una bacteria o 1000 veces más enanos que un glóbulo rojo.  Para los que no dispongan ahora mismo de un microscopio, pongamos que son de un tamaño unas 10.000 veces menor que el punto y seguido que sigue.  Sí, ése que acaban de pasar. La mayoría de la gente los confunde con otros microorganismos como las bacterias y dice cosas que repugnan a los expertos tales como «virus resistentes a antibióticos». Pero los antibióticos no tienen nada que hacer contra esa máquina perfectamente ensamblada que es un virus.

Los virus, en su ambiciosa pequeñez, han acortado incluso su nombre. Inicialmente denominados virus filtrables (lo que significaría algo así como «veneno que es capaz de traspasar un filtro») por un científico – el botánico holandés Martinus Willem Beijerin , en 1898 al repetir la experiencia seis años previa de Dimitri Yosífovich Ivanovski– que, mientras investigaba la enfermedad del mosaico del tabaco, vio que el agente patógeno que debería encontrarse en el líquido obtenido a partir de las hojas de la planta enferma no era retenido por un filtro que hubiera atrapado cualquier bacteria. Así, mientras España perdía Cuba (o viceversa) y se hacía infinitamente más pequeña para siempre en la Historia, un holandés descubría un nuevo mundo plagado de miles de especies muy pequeñas. Suele pasarnos.

Si un virus está vivo —lo que parece bastante probable en la definición que le hemos dado a la vida— es porque son la propia vida en esencia: se reproducen e interactúan con el medio y a un coste cero para ellos (carecen de metabolismo propio). Parasitan células altisonantemente complejas y pedantemente eucariotas o procariotas utilizando los mecanismos reproductivos de éstas en beneficio propio. Todo eso apenas con un fragmento de ácido nucleico y una membrana proteica, lo que, en términos biológicos se puede traducir por «sin hacer apenas gasto». Mi madre estaría encantada. 

Los virus suponen un prodigio tal de simplicidad que nos impide, paradójicamente, comprenderlos lo suficiente. Mientras ellos se reproducen, nosotros moqueamos, nos sube la fiebre, nuestros músculos se debilitan y aletargan, nuestros linfocitos mueren, sangramos, nos inflamamos; a veces morimos, gracias a ellos. 

Tomando, suponemos, ejemplo de estos mínimos y eficaces seres, en 1972 se produjo el primer ataque de un (no pudo ser denominado de otra forma) virus informático a una computadora IBM. Un breve programa informático fue capaz de reproducir incesantemente la frase «I am a creeper… catch me if you can» en la pantalla del ordenador afecto. Para tanto esfuerzo, la frase no parecía especialmente brillante. Tampoco sabemos si el exitoso tema «Creep» del grupo británico Radiohead en los 80 está o no inspirado en esta historia.

Porque, al final, los virus, como algunas frases, lo infectan todo.  

Un año ya. Un año todavía.

Hace hoy un año nos (en)cerraban. Todos nos adaptábamos a lo nuevo: nuevos usos, precauciones, normas (y multas, también). Un giro argumental de tono medieval, absolutamente inverosímil —qué gilipollas el guionista, esto no hay quien se lo trague— cuando el futuro estaba, una vez más, a la vuelta de la esquina.

Los hospitales, los centros de salud, dejaban de serlo, arrastrados por un tsunami que algunos llamaban ola. Algunos dejaban de operar lo que hasta hace nada parecía urgente y hacían protocolos para el hospital por si se operaba algo urgente y, a la vez, contaminado porque ya todo estaba contaminado: todo era contagio y asfixia y miedo. Muchos, como si le importara a alguien, escribíamos un diario de la pandemia, más o menos desestructurado, más o menos personal y, por supuesto, falso, como son los diarios, los poemas, la publicidad, los discursos y otras formas de ficción narcisista venidas a más.

Pero ahora es ahora, como siempre: ahora es ya porque ya hace un año, pero todavía –todavía– no hemos salido de esta. Porque esta nos ha dejado, nos está dejando, mal parados.

Nos está dejando mal y en mal lugar.

En mal lugar porque no hemos sabido proteger lo esencial, no hemos sabido qué era, en realidad. No hemos sabido identificar y cuidar los puntos débiles, lo frágil, lo crítico, lo fundamental. Años de discurso sobre vulnerabilidad y cuidados y todos, de repente, asustados como un rebaño en busca de inmunidad, buscábamos a alguien —fuerte, poderoso, decidido— que viniera y lo arreglara todo, alguien al mando, con su metavisión, sus superpoderes, experto en algo de lo que no hay experiencia, capaz por encima de todos y todas, un Superman blindado incluso ante la kryptonita. Un líder total. Porque no nos merecemos menos que no nos pase nunca nada, ultrapoderosos por delegación.

Hoy hace un año que nadie iba a quedar atrás y da miedo mirar hacia atrás, ahora. A esa multitud.

Entre toda esa gente que ha quedado atrás están nuestros hijos cuyos trabajos, cuyos proyectos —¿qué hay más esencial que un proyecto si tienes veinte años?— han quedado aparcados, pospuestos, deteriorados, tocados y hundidos, quizá. Jóvenes señalados, perseguidos, multados, ilegalizados, tan irresponsables siempre los jóvenes (sin trabajo, sin clase, sin alternativa salvo la habitación y el móvil, en el mejor de los casos, sin resignarse estoicamente al carpe diem de la marmota).

Y están nuestros padres, detrás de los cristales donde los colocamos hace ya tanto tiempo, como figuras de cerámica, como piezas de museo, arrugadas y arrumbadas, muriendo o viendo morir en vitrinas que no los han protegido de nuestra ignorancia y nuestra inoperancia. Viejos irresponsables que no han sabido gestionar una vejez sana y sin demencia y sin dependencia y sin soledad, una vejez como esa que sale en los anuncios de los bancos y de los seguros de salud. Seguros de salud, esa expresión.

Y están nuestros vecinos que tuvieron que cerrar, que fueron despedidos, que tuvieron que suplicar una subvención, una ayuda —¿una ayuda? ¿pero a quién pertenece el Estado sino a ellos?— que tardó en llegar si es que llegó, siempre corta, insuficiente, rácana, porque aquí no repartimos, aquí solo respetamos al que, por sus méritos los conoceréis, se ha blindado una buena cuenta corriente, a salvo de IRPFs y solidaridades mal entendidas.

Y están las colas de los comedores sociales, donde nadie queda atrás porque todos lo están.

Y están, aún más atrás, los de siempre, los de esos países sin nombre pero siempre en guerra, en derrumbe, exportando familias con bebés cruzando desiertos y mares donde rescatarlos es de una generosidad intolerable porque aquí no cabe todo el mundo; están los refugiados sin refugio, abandonados en las escolleras de los puertos, los inmigrantes que recogen nuestra comida malviviendo en campamentos que, ocasionalmente, se incendian, suplicando papeles que no les vamos a dar, porque aquí no se queda nadie atrás y tú no eres nadie.

Están los que se van a vacunar los últimos porque las vacunas son primero para nosotros.

Están las mujeres que  se han cargado a la espalda todo lo que había que cargar: casas, familias, educación, cuidados.

Están todos los que nos han entretenido al otro lado de las pantallas, cantando, bailando, actuando, escribiendo, tirando de ahorrillos y de ingenio, juglares montados a lomo de ese streaming que nos cobran a precio de oro las telecos: pero están ahí porque quieren, esos artistas, siempre tan bohemios, en su simpática y eterna precariedad.

Y están todos esos pacientes al otro lado de otra frontera cuyos países no tienen suficiente espacio en los hospitales, no tienen oxígeno o mascarillas o ventiladores, y nosotros sí, aunque de milagro, pero no, no podemos colaborar, estamos demasiado ocupados escribiendo otro protocolo más, un artículo muy importante, una (otra) crónica (imprescindible) de la debacle, un decreto ley, un diario de la peste donde nada ni nadie iba a quedar atrás (salvo que estés en otro hemisferio o en otro barrio o en otra ciudad o en otro sexo o en otra generación o hables otro idioma o no tengas papeles o…).

Hoy hace un año que empezamos a equivocarnos y a mentirnos, y hasta ahora.

Hoy hace un año que nos ha servido de espejo aunque da miedo mirarse.

Hoy hace un año en que un día los pájaros y el aire parecieron revivir, porque el monstruo se había quedado en casa y su coche en el garaje o en la calle, cogiendo polvo, por fin.

Hoy hace un año que nos aplaudimos a nosotros mismos por nada, por tan poco, quizá por no desanimarnos en medio de tanta impotencia.

Hoy hace un año que fuimos, de nuevo, los campeones del mundo del desastre.

Hoy hace un año que no sabemos qué hacer pero seguimos haciendo y no parece que demasiado bien aunque todo va a salir bien.

Hoy hace un año que empezó el gran fracaso que ya éramos.

Un año.

Neogótico

La parroquia de mi colegio era imponente. Es decir, daba miedo. Sus columnas y nervaduras proyectaban sombras alargadas y calculadamente inquietantes, como varas —o como fustas, más bien— en una exhibición de terror —religioso, como siempre es el terror— neogótico. El neogótico es una falsedad, es decir, algo muy contemporáneo. Una especie de pornoarquitectura. Una falsedad y, a la vez, una nostalgia de lo medieval, de otra arquitectura, de otras estructuras, tal vez prerrenacentistas, premodernas, algo, por tanto, pretencioso: un arte cuya creatividad se articula en torno a los metros que alcanza la clave de la bóveda, a ver quién la tiene —la torre, el cimborrio, la nave, la capilla— más alta.

Éramos ya no tan pequeños e íbamos a Misa a aquella iglesia neogótica con una frecuencia inexorable, industrial. Nos aburríamos con la —también neogótica— solemnidad debida y hacíamos todo lo posible por evitar una amonestación, por parecer devotos y que nuestra genuflexión se leyera en toda su majestad, es decir, en su absoluta humillación. Adolescentes de rodillas: una imagen, a la postre, también inquietante (como las sombras alargadas y etc.) con todo lo que ha llovido (en denuncias) desde entonces. No allí, no me consta, no alimentemos rumores.

Recuerdo una vez que mi madre vino a casa después de una reunión rutinaria con el tutor de mi curso, el Padre X  —a.k.a. “el sopas”— un cura de los de halitosis en astillero, jersey de pico y amabilidad eternamente ausente. No sé cómo llegaron a esa conversación, pero mi madre, al volver a casa, me transmitió, con ese raro orgullo de madre hasta donde yo sé agnóstica, que el Padre X le había comentado que, si yo alguna vez me perdía —lo que era, bajo mi punto de vista, sumamente improbable ya que ni siquiera llegué nunca tarde a mi casa (mi padre era, para la puntualidad ajena, tan británico como violento)— me podrían encontrar en la iglesia, en aquella iglesia neogótica, rezando. Que ese sería —potencial, eventualmente— mi refugio secreto, mi seguridad: eso, al menos, interpretaba “el sopas” en su infinita sabiduría de cura y, simultáneamente, profesor de historia. Yo veía clara la imagen que ellos habían desarrollado (disecado) en aquella conversación: mi desorientación adolescente,  mi ira, mi tormenta hormonal, todo ello perfectamente domesticado, aquietado, recogido, humillado en un banco de iglesia rodeado de candelas eléctricas, cepillos vacíos e imágenes de vírgenes y santos (éstas, incongruentemente neobarrocas).

Desde entonces sé dos cosas: que lo aparentemente falso es falso y que yo proyecto una imagen muy alejada de quien realmente soy (o que, en el peor de los casos y seguramente, no me conozco en absoluto: lo siento ¿nos han presentado?). 

Una estructura neogótica, alejada de los tiempos, de su tiempo, alejada de mí tantos años y ahora frente a mí, impasible, esperando, de nuevo, mi genuflexión.

Ser, pero (al menos) no ser neogótico.

Despropósitos del año nuevo (21)

Mantener la posición del aprendiz. 

Seguir intentando imitar la voz de Matt Berninger.

Excribir, también, un poco.

Tomar café cada vez más largo, cada vez más de cuando en cuando, tomar cada vez menos café, no tomar café.

Pasar de Byung-Chul Han a Marina Garcés. Pasar de Byung-Chul Han.

Aumentar el conocimiento en agnotología.

Comparecer ante el espejo con dignidad suficiente.

Frecuentar desvíos que resulten cruciales.

Seguir odiando la hybris, pero no demasiado, respetando el límite exacto porque lo exacto es bello. Y porque el oráculo tenía razón pero la redacción puede mejorarse.

Leer a los clásicos exclusivamente a través de los autores contemporáneos, pensando que ellos hicieron lo mismo por mí, antes y mejor.

Buscar, en los días malos, ese sol tímido que no sabe dónde ponerse.

Bajarme una app que me diga qué apps debo bajarme.

Quitarme de tertulias, de liturgias solemnes, de discursos, de tribunas editoriales y otras opinologías. Opinar de forma adánica, ininterrumpidamente, como si nada hubiera sido antes opinado. Metaopinar, incluso.

No sospechar de la amabilidad.

Frecuentar más las librerías de viejo. Frecuentar más, ahora ya de viejo, las librerías.

Celebrar simplemente [ojo spoiler] otro año.

Pasarlo, pero pasarlo bien, “para saber que soy yo y no todos ellos” (marcarme, pues, un anti-Panero).

Vacunarme (y no enfermar, tampoco, una vez vacunado).

Dejar de confundir a Martín Caparrós con Jorge Carrión o viceversa.

Progresar adecuadamente hacia la irrelevancia y que no me importe ni a mí ni a nadie.

Aprender de memoria eso de que “La fe es una apuesta, la moral es una elección”. Saber elegir.

Seguir con esta obligación de creerme libre.

Vivir, que eran dos días.

Vivir como cuando uno oye una canción y dice “me encanta esta parte”.

No hacer propósitos. Hacerlo público.

Café Pombo

Supongamos que empiezo a escribir y el predictor de textos me dice, una vez más, la palabra que ya sé que voy a emplear. O quizá no, supongamos que quizá la sugiere unos instantes antes, quizá verdaderamente se anticipa y yo la leo antes de haberla escogido en algún lado de mi cerebro, con sus precarios algoritmos neuronales de cazador-recolector sedentarizado, y creo que lo hago libremente, pero sólo y en realidad la postescribo, predictado, predecido, humillado, en cierto modo, por ser tan predecible. (Yo, tan redicho, en realidad pre-redicho).

Supongamos que Spotify me dice en su lista de fin de año lo que ya sé que me gusta oír o lo que, en realidad, coincide con lo que he ido escuchando todo el año gracias a su algoritmo (este electrónico pero también cazador-recolector) que escoge, en el modo aleatorio (¡ja!), de todas las canciones que me gustan, extrañamente y casi siempre, las mismas y en un orden similar o las deja caer, incansable y quizá algo asustado del horror vacui que pueda generar en mis auriculares, al final de un álbum o una playlist de algún músico que sí —te lo juro Spoti— me gusta (aunque no sabes cuándo ni con quién me gusta ¿o quizá sí? ¿o quizá también?).

Supongamos que ese anuncio de Amazon del utensilio de cocina que aparece en la página del periódico electrónico acribillada de banners y cookies y ads de apps y popups, y otros mil anglicismos doblemente invasivos, supongamos, digo, que es solo casualidad cibernética que ese anuncio corresponda al mismo tipo de utensilio de cocina que he estado mirando la última semana para sustituir al triste y analógicamente roto. Supongamos, incluso, que lo he consultado para despistar al sistema mientras lo que en realidad deseo es un Tesla Model X o unas tijeras para zurdos o un rotulador de caligrafía gótica o unas lentillas progresivas. Supongamos que yo pudiera hacer, de algún modo, que la imagen de la Crockpot (el utensilio de cocina antes mencionado) no estuviera como de oferta infinita, universal e iterativamente presente en La Opinión, La Verdad, Levante, El País, eldiario.es, infolibre… Supongamos que pudiera leer lo que me interese sin agresiones intermitentes y persistentes, aunque culinariamente sanas. Supongamos un mundo libre de publicidad epileptógena (y otros posibles placeres ya extintos).

Supongamos que Kindle, al sugerirme otro libro de Yuval Noah Harari ignora que no, que no me ha gustado Sapiens, aunque no sabría decir demasiado bien por qué (no puedo discutir con Kindle esta falta de matices, esta sólida —y pesada—hipercertidumbre de Harari que me da como acidez de estómago, un poco como el arroz al horno o las lentejas con costillas: esa rotundidad) pero que, de algún modo, entiende que sí, que cada vez acaricio más de cerca la compra de Homo Deus aunque sólo porque esa portada desaparezca de mi vista (o quizá no, quizá Kindle solo lo hace por ignorancia, porque Amazon me sugiere en muchas ocasiones objetos y libros que ya he comprado, incluso en su web y quiere, tal vez que vuelva a leer Sapiens, o que lo lea de otra forma o que me atreva, de nuevo, con otro platazo de arroz al horno).

Supongamos que Google es capaz de leer, en su artificial inteligencia, este post y se engaña, en su también artificial entendimiento algorítmico y silicónico, con el simple hecho de que yo nombre aquí el “Café Pombo” para despistarlo y que pique el anzuelo y que comience a sugerirme libros, lecturas y vídeos de Ramón Gómez de la Serna.

Café Pombo. Café Pombo. Café Pombo.

Café.

Pombo.

A veces escribo.

A veces escribo para poder pensar mejor, es decir, pensar. Por aclararme. Por fijarme en y a las palabras (que actúan como eslabones de una cadena que ya me ata a algo, a esas ideas, a esa forma de expresar lo que antes solo es una nebulosa, un océano informe y algo agitado, un murmullo).

A veces escribo solo porque me gusta emborronar un folio, un cuaderno, una pantalla. Escribo con la energía estúpida —con las malas formas— del que hiere el tronco de un árbol o el respaldo de un banco con sus iniciales.

A veces escribo por aburrimiento: por alejar el horror, literalmente.

(A veces escribo entre paréntesis, por aquello de los matices).

A veces escribo para intentar entender qué es lo que realmente quiero, soy, represento, hago o he hecho o espero.

Escribo por encontrarle el sentido a algo o a todo o a mí, sabiendo que eso no sucederá por más que lo escriba, porque no cesa el murmullo, pero que de eso, precisamente, se trata: de estar en modo búsqueda.

[Búsqueda: del sentido, de la dirección ¿única?, del significado que le damos a las cosas, a la vida (sea lo que sea eso que sucede mientras no escribimos o leemos, que es casi lo mismo): del hilo que va enhebrando cada acción, cada relación, cada palabra.]

A veces uno cuenta y otras se cuenta.

A veces uno cuenta un paso adelante, o una cuenta atrás (a veces, demasiadas veces, es lo mismo).

Otro párrafo. A veces hay que abrir otro párrafo. En inglés se dice “to move on”, nosotros, mejor, decimos, “pasar página”.

A veces escribo, digo, por engancharme a algo. A una frase.

A una frase ardiendo.

La verdad.

La verdad, con su complejidad siempre en tránsito lento y fatigoso (si se quiere ser fiel a la verdad). La mentira, como una bala directa al corazón (más que al cerebro), penetrando todo tan rápido, viajando tan lejos, a la velocidad de la sombra, dando siempre en el blanco, simple y eficaz, nacida para ser creída. La verdad, llena de aristas, incómoda, difícil de manejar, siempre trayendo otro problema más, más hondo, más amplio, una verdad embarrada, siempre impura, la verdad. La mentira haciéndose la víctima, en su claro falso esplendor, diáfana, obvia, indiscutible. Lo contrario de la verdad es otra verdad, lo contrario de la mentira es también otra verdad ¿cómo distinguirlas? La verdad con su elegancia decadente y algún roto en los calcetines, la mentira siempre a la moda, inmaculada, tan bien afeitada. La verdad como un cacharro roto y mil veces reparado, aún útil, quizá más por el recuerdo, por añoranza, por nostalgia de cuando era una verdad más nueva, joven, ilusionada, tan capaz. La mentira como una llave inglesa, puro acero que se adapta a todo, que todo lo aprieta o lo afloja y que, a fin de cuentas, no arregla nada. La verdad con los pies en la tierra y las manos en la faena, la mentira paseando, de domingo, al salir de Misa, del museo, del bar de tapas trufadas de falsas trufas. La verdad inestable, frágil, quebradiza, apoyándose en todos para poder salir adelante un día más, con suerte. La mentira adelantándote con su agenda repleta de compromisos, en su BMW, este sí, ecológico, sostenible, sólido y eterno, garantizado. La verdad de la letra pequeña, la verdad después del asterisco, de las notas al pie o en los márgenes, la verdad entre paréntesis. La mentira del tópico en mayúsculas, mil veces repetido, con su rima sencilla y su idioma fácil de traducir. La verdad de la frase subrayada y después tachada. La mentira del algoritmo. La verdad, justo antes de dormirte, si es que puedes. La mentira, en la sobremesa, en la tertulia, en el periódico, edición nacional. La verdad humana de los héroes trágicos, la divina mentira que Dios guarde muchos años. La verdad de la ficción, la mentira de los tratados. La mentira de que, al final, triunfará la verdad. Aunque no estaremos allí para verlo, de verdad.