Diario de Huerto en Tena (20)

13/03/20

R tiene un huerto desde hace unos seis o siete días.

No sé si ya he contado esto antes.

R ha plantado en una jardinera, en la terraza, plantones de tomate, pepinos, judías, guisantes. También ha colocado con delicadeza unas semillas de lechuga de dos variedades en un semillero muy pro, que dice ella.

Hoy los dos las miramos, maravillados.

Las semillas.

De cada semilla ha ido surgiendo un tallo —sonrosado, casi violeta— y unas raíces minúsculas, muy pálidas, transparentes en el extremo. Las (ad)miramos —a las microplantas— con esa actitud atávica con que se observa el mar o el fuego en una chimenea, con la convicción de estar viendo lo inexplicable, algún tipo de misterio que sí, que vale, que se resuelve con núcleos celulares y ribosomas y cloroplastos y todo eso, pero que no le quita nada, pero nada, al misterio. Células que deciden —esa determinación— ser tallo y hojas, células destinadas a ser raíces o partes de una flor, más adelante. Las células no han necesitado más que la energía que ya tenía acumulada la propia semilla y algo de sol y agua. Las pequeñas plantas crecen ancladas a unos cilindros húmedos de lana de roca —a lo “inorgánico”—, algo que Ikea (o la diseñadora del semillero) llama con uno de esos nombre raros. No me cuesta mucho imaginar el departamento de marketing de Ikea buscando el nombre para los cilindros verdes hilosos que su jefe les pone encima de la mesa cualquier mañana impregnada de cafés largos y dulces suecos.

Las semillas no han necesitado nada más que su propia energía (y la que sobra a su alrededor) y la memoria de lo que son, de lo que están determinadas a ser. Quizá los del marketing de Ikea tampoco, cafés aparte.

En el trasiego de macetas, traslado de jardineras, tierras, material diverso de jardinería, etc. de hace unos días me hice un pequeño corte en un dedo: al estirar de una anilla de cerámica de una maceta que el tiempo había convertido en una especie de terracota de aspecto casi babilónico, la anilla cedió, se astilló y me rebanó —por ese orden y como una daga también babilónica— unos milímetros de piel [del tercer dedo, mano derecha, articulación interfalángica distal, herida inciso-contusa, etc. para los del gremio]. Adecuadamente lavada y curada —qué menos, en casa del herrero/jardinero— en unos 10 días observo el efecto, la respuesta, de las células vecinas a la herida: inflamación, reparación, contracción, reepitelización. Una máquina perfecta: acción-reacción, reparación ad integrum. O sea, dedo como nuevo. Células eucariotas en perfecta cooperación para ayudar(se).

El triunfo de lo minúsculo, de lo breve. El milagro —laico— del diseño —evolutivo— perfectamente adaptado a la supervivencia. La cooperación, la sinergia, la selección natural (segunda temporada, la primera fue más floja), la competición entre seres vivos organizados, la supervivencia-del-más-fuerte 2.0.

Me estoy dejando llevar, perdón.

Nosotros, gente de ciencias, aunque de ciencias blandas, a estas cosas y en el mejor de los casos, le ponemos nombre (y números y siglas, y guiones, digamos “IL-6” o “plasmodesmo”) y creemos que ya, sí, que ya sabemos por qué. Gente de ciencias jugando a ser de letras. O viceversa.

Pero no tenemos ni idea, en el fondo. Tan sólo —no es poco— una elegante aproximación al mecanismo. Con mucho esfuerzo, un esfuerzo de siglos, de generaciones, podemos llegar a describirlo, pero, difícilmente, a interpretarlo (i.e. energía, memoria, determinación, etc.). Complejidad, siempre queda bien, complejidad.

R sonríe. Creo que es esto lo que buscaba con el huerto, lo que había imaginado —ese es el asunto—: este momento, nuestro, divagando, admirando los pequeños tallos.

No sé si ya lo había contado antes, decía.

No sé.

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