Vacaciones #8

Nos regalamos una pequeña excursión en velero para ver la costa desde el mar. Vamos toda la familia, una pareja de argentinos y una mujer de Valladolid. La excursión, tan solo 2 horas costeando, incluye cervecitas (!) y música latina (?) como valor añadido. Ayer hubo lebeche, dice el capitán –nosotros aún continuamos discutiendo–, y el mar está un poco movido, así que navegamos con un considerable cabeceo que nos adormece. Las cervezas también ayudan, probablemente. Fondeamos a mitad de trayecto, nos lanzamos al agua. El mar, aquí, supera cualquier inmensa e imposible piscina, con dos o tres mil tonos de azul y verde mezclados con haces de luz, brillos que deslumbran. Vemos una raya huyendo de nosotros, volando a ras de arena y escondiéndose luego, muy segura de su habilidad para despistarnos, enterrándose en el fondo. El barco oscila –se ve enorme desde el agua– y regresar a bordo por la escalerilla es lo suficientemente difícil para que resulte divertido. La mujer de Valladolid parece algo mareada, pero sonríe, entre pálida y verdosa, encantada de disfrutar de la experiencia. Volvemos a puerto mientras las gotas del mar nos salpican la cara y nos refrescan del sol. Más cervecitas –Steinburg, claro: Mercadona también ha conquistado el mar–: sonreímos, todos.
Cuando arribamos –nótese el escrupuloso vocabulario marinero, esto en tan solo 2 horas de travesía– a tierra, sanos y salvos y como deben hacer cada día los hombres (y mujeres) del mar, damos gracias a Dios (o a Poseidón): no ha sonado «Despacito».

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