Desde la casa contemplamos el mar y los barcos que concurren, generalmente por la tarde, junto al cabo. Las proas nos señalan la dirección del viento e intentamos averiguar, por algún motivo –quizá como un juego– el nombre del viento, la eolionimia, dice Wikipedia –en la playa, en todas partes, también hay Wikipedia–. Discutimos si es jaloque o lebeche. En cualquier caso, apenas se trata de una brisa, la tarde se hace húmeda, algo pesada, el viento entra por la ventana de la cocina como si no quisiera molestar, como un invitado que quiere cerciorarse antes de pasar de que no estamos durmiendo la siesta, y nos trae noticias del Sahara, del Sahara que también seremos, pienso. Me acuerdo de aquella película, Muerte en Venecia, del siroco que envuelve toda la película de calor, de fiebre, de enfermedad –de amenaza de enfermedad–, que arruga los trajes de lino y derrite el tinte del pelo –terminal– de Dick Bogarde. Poco viento, apenas una brisa. Será Jaloque, supongo: la proas señalan al sudeste y la Wikipedia no puede equivocarse. Para completar el cuadro debería poner algo de Mahler en Spotify pero hace demasiado calor. Y esto no es Venecia, me temo / me alegro. Lo consultaré, no obstante, en Google Maps, no vaya a ser. Siroco.